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Donde habita el olvido

Antes de abrir los ojos ya oigo la lluvia golpear en la persiana. Desde que me he jubilado no existe mayor placer que retozar en la cama un rato más después de despertarme. Nada es comparable con sentirme dueña de mi tiempo. Me extraña que él esté todavía acostado y me deja perpleja cuando con una voz recriminatoria me dice: —Ahora te vas con el vecino. No creas que no lo sé. Estáis liados. —Sorpréndeme con un dromedario si quieres —le digo ante algo tan inefable y vulgar nada propio de él—pero no me vengas con esas bobadas. Como sigue inmutable me levanto enfadada con el propósito de no dirigirle la palabra. Él, con su distracción habitual, hace como que no le importa. Sin hablarnos me doy cuenta que soy yo la que me siento presa, él nunca ha sido un hombre de muchas palabras. Y encima llueve. El gris cubre el colorido del paisaje. Las escarpadas están peligrosas y tampoco puedo ir a pasear al acantilado. Tengo que quedarme en casa. Quiero que sea él el que rompa este simulacro ton