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La caída de la hoja

Empiezo la mañana estrenando las botas de monte que me regaló mi hija hace dos años. Las tenía guardadas. ¿Para qué o para quién? Vaya usted a saber. Oye, son muy cómodas y calentitas. Las he conjuntado con un gorro y una bufanda que he tejido del mismo color, ese color calabaza tan de moda. Anda que si mi Faustino levantara la cabeza, con lo oronda que estoy seguro que me diría: “No me darás calabazas a estas alturas”. Muy temprano, salgo de casa con el bastón en una mano y el cesto de mimbre en la otra. Crujen las hojas secas bajo la suela de mis botas nuevas, como si las engulleran. Tras dos días de lluvia, la brisa húmeda me trae el peculiar olor a tierra mojada. Hoy un sol tímido comienza a abrirse paso y el paisaje ofrece uno de esos momentos mágicos cuando las gotas de agua suspendidas en las ramas brillan como estrellas que sueñan en silencio. Me seducen y conmueven. Castañas hay muchas, pero tampoco se trata de que llene el cesto que después me pesa como un muerto. Oigo l