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Nunca me abandones

La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que, con sus silbidos envueltos en hollín, deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por las montañas inabarcables del País Vasco. De mañana, su padre la lleva a la estación. Le coloca la maleta en el estante superior del compartimento y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que sentarse; junto a la ventana. —No me dejes —le dice ella. —Nunca. Ya sabes lo mucho que te quiero —le contesta revolviéndole el pelo. La atrae hacia sí y la abraza a la vez que le pregunta: «¿Lista para tu aventura?» María hace un gesto afirmativo con la cabeza gacha. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. Con el sonido estridente del pitido, el tren se pone en marcha y la figura del padre se empequeñece hasta quedar reducida a un punto inexistente. A ella le invade una sensación ex