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La perorata del apestado

Perorata de un apestado es un libro de Gesualdo Bufalino que lo leí porque nos lo propusieron en un club de lectura en el que participo. No, no es el libro que yo hubiera elegido por mí misma, pero parece que nos encontramos, él y yo, en el momento adecuado porque lo leí con mucho interés sin poder dejarlo hasta el final.  Me impresionó por la calidad literaria y lo fuerte que es la historia que nos narra. En 1946, en un sanatorio para tuberculosos de la Conca d’Oro, unos singulares personajes, supervivientes de la guerra, pelean consigo mismos y con los otros, en espera de la muerte.  El tema dominante es la muerte que se propaga sutilmente por el lugar. De tintes autobiográficos, destacan dos figuras memorables: el Gran Flaco, el impresionante médico del sanatorio, al mismo tiempo director y actor del espectáculo de la muerte, y Marta, la bailarina, una belleza de mujer, todo misterio, sufrimiento e impostura. Es la enferma con la que el joven protagonista, del que desconocem

A Román, el mago de la Chistera

Mientras escribo, en el umbral de la noche, me recuerdo como una adolescente cuando apareció él, Román, en nuestra casa. Era un cazador de sueños y Marilé, su talismán.  Escuchad un momento que están hablando.  —Madre, te estás sonriendo.  —¡Ah! Eres tú, Román. No te había visto.  —Claro, estabas tan atenta mirandolos a todos. Es bonito verlos juntos, ¿verdad? Lo que tú siempre hiciste con nosotros, mantener la familia unida, tomamos el testigo y lo quisimos continuar. Si es que la relación contigo siempre fue fácil porque nos acogiste a todos los que íbamos llegando. Y sobre todo, porque fuiste una buena madre. Te gustaba verte rodeada de familia y siempre estabas al servicio de los demás. Sabías escuchar y tenías una sonrisa que te iluminaba la cara.  —Mira, Román, ahora que dices lo de mi sonrisa. Cuando alguna cosa me sorprendía gratamente o me hacía gracia, quería contarla y no podía parar de reír, hasta me brotaban las lágrimas. Algunos de esos momentos te los debo a ti. Com

Matando monstruos

Cuando cumplí los 65 años, pensé que ya iba siendo hora de dormir con la luz apagada. Esa noche, al abrir el armario, el monstruo que lo habitaba se horrorizó al verme. Las rodillas se le doblaron y cayó de bruces contra la caja de pandora de mis propios miedos. Cuando nació, había depositado en él toda mi energía para hacerlo a mi imagen y semejanza. ¡Y vaya si lo había conseguido! Era mi vivo retrato.  —¡¿Qué haces aquí?! Deberías estar visitando a los niños. Muertos de miedo se esconden entre las sábanas para evitar verte.  —Son unos asesinos —pudo decir mi pequeño monstruo con un hilo de voz.  —Los niños… ¡Ja, ja, ja! Si tan solo saber de tu presencia en la oscuridad les causa dolores de barriga.  —Eso era en tus tiempos. Ahora son sádicos. Tienen unas máquinas con las que se dedican a matar monstruos con una violencia extrema. Cuando voy por los pasillos oscuros y aparecen con sus artefactos, acompañados con efectos de sonidos horripilantes, me persiguen para matarme. Por eso, c

La habitación de las llaves antiguas

La habitación de las llaves antiguas (fragmento)  de Elena Mikhalkova  Mi abuela una vez me dio este consejo:  Cuando los tiempos sean difíciles, avanza en pequeños pasos.  Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo lentamente.  No pienses en el futuro ni en lo que pueda pasar mañana.  Limpia los platos.  Limpia el polvo.  Escribe una carta.  Cocina sopa.  ¿Ves eso?  Sigue adelante, paso a paso.  Da un paso y luego haz una pausa. Toma un descanso.  Valórate a ti mismo.  Da el siguiente paso.   Luego otro.   Apenas lo notarás, pero tus pasos se harán más largos.  Hasta que llegue el momento en que puedas volver a pensar en el futuro sin llorar. (Elena Mikhalkova, escritora Rusa, nació el 1 de abril de 1974).

La cigarra y la hormiga

Nada anunciaba algo diferente.    Por la noche, cuando se iluminaban las calles de manera que la ciudad se teñía de un gris ceniciento, Carlos, de cuarenta años, salía de casa para divertirse con sus amigos. Todos desocupados, con demasiado tiempo libre para regodearse en sus inmaduras diatribas tabernarias.  Olas humanas hormigueaban por las calles estrechas del Casco Viejo de la ciudad. El viento intercambiaba franjas de músicas, a todo volumen, entre voces humanas. Los camareros sudaban haciendo equilibrios con las bandejas cargadas de bebidas, y los jóvenes desinhibidos se entregaban al disfrute de la vida.  Nada anunciaba algo diferente.  Al regresar a casa y abrir la puerta, Carlos, en estado ebrio, se dio un susto de muerte. Allí estaba su madre, como una momia. La mujer, a punto de jubilarse, con los maxilares apretados, contenía la rabia a punto de explotar, mientras lo interrogaba con ojos lacerantes e intensos, como si sondeara las profundidades de su alma. Él se puso torvo