Permanecer al atardecer sentados al borde del acantilado, leyendo un interesante libro o contemplando la inmensidad del mar, es algo que cada vez hacemos con mayor frecuencia. La brisa nos saluda con el olor a mar y nos envuelve con su frescor. Las gaviotas sobrevuelan el acantilado buscando su alimento diario. Peña Pombera, que como una madre las acoge a todas, soporta estoica la locura que producen con su griterío descomunal. Un barco de vela cruza suavemente, al rozar el mar lo cosquillea y nos contagia la alegría con esa amplia sonrisa que le deja. Los días de cielo azul, el mar en calma quiere que bajemos a disfrutar con él. No para de salpicarnos juguetón al chocar contra el acantilado para que dejemos el libro. A veces lo consigue. Es un placer sentir la ligereza de nuestro cuerpo mientras la mente se libera. Salimos como flotando, siempre riéndonos y muy satisfechos. Volvemos a casa cargados de energía positiva. Nos despedimos del sol que ya se tiene que ir. Cuando está m
Un blog de relatos