Una figura de un señor mayor, empequeñecida por la distancia, camina de manera cansina por una carretera que, aunque despejada de árbol alguno, está bordeada de mieses doradas que cubren los campos con sus tallos delgados, agotados por el sol. Un perro joven, negro, alegre y juguetón va a su lado adelantándose a veces, parándose otras, para ver el camino que elige su dueño. Forman una estampa inconfundible, cercana, familiar. La pequeñez de la lejanía se une a una sensación de soledad frente ese ancho campo castellano.
Se detiene un momento ante un chozo de piedra al lado de la carretera, vestigio del quehacer pastoril de los antepasados por estas tierras. La carretera sigue con numerosos badenes para salvar las ondulaciones del terreno hasta la línea del horizonte. En las cunetas algunos brotes verdes recuerdan los frondosos y señoriales olmos que en otros tiempos sombreaban la zona, ahora el esfuerzo humano se empeña en aniquilar. La maquinaria agrícola tiene preferencia. Muy cerca, cruza un camino de parcelaria, hoy lo elige para que el paseo no se haga tan largo y el polvo, que ventea la cosechadora cercana, no le dé de cara. Algunos agricultores han empezado a cosechar, los más adelantados ya tienen el grano amontonado en las eras donde el sol lo convierte en oro al atardecer. Montones que, en otra estación, son de remolacha, entonces lanzan destellos cristalinos por las heladas que convierten al viento en frío y cortante.
El señor mayor llega a una nueva carretera de entrada al pueblo. Unas mujeres, que han salido a andar al atardecer, lo saludan al cruzarse. A la izquierda, algunos prunos y otros árboles, recién plantados, luchan por sobrevivir. Es obra del alguacil del pueblo empeñado en ajardinarlo y convertir en una mancha verde, un entorno árido, seco y pajizo. Así, ese solar entre el arroyo y la carretera, durante tantos años abandonado, con el tiempo será un bonito parque a la entrada del pueblo.
El anciano levanta la vista al frente y ve el alto en el que se abren las bocas de las bodegas excavadas en el mismo terreno arcilloso. Como un montón de ojos en la atalaya, miran al horizonte sin ver, protegiéndose una con otra en un equilibrio que supera las leyes de la física. Así ha sido a lo largo de los años hasta que llegó la modernidad y con ella las obras y la gran aflicción. En primer lugar, está la suya y por encima la que se levanta con jardín y parterre rompiendo toda la estética del lugar. ¡Es un forastero! La mirada fija, de ojos azules empequeñecidos, bajo unas pobladas cejas blancas, se acentúa con un gesto iracundo al ver cómo el agua del riego del jardín del parterre corre por la tierra arcillosa, erosionando y filtrándose en su bodega. ¡Es el signo de una amenaza terrible! Irónicamente, los gladiolos bailan en una mueca burlesca al ritmo del viento. Él se olvida del cansancio y los achaques que le han ido haciendo mella a lo largo de los años y un vigoroso brío resurge en su interior. Le anima a trabajar y luchar contra el mal llamado progreso para que el entorno vuelva a su naturaleza con el equilibrio de siempre.
Esto es lo que más conmueve y asombra. El contraste de la merma de sus muchos años y a la vez esa fuerza interior que lo arrastra a sacar el agua de su bodega con sus manos, sosteniendo con su espalda lo que el destino, provocado por el vecino, se empeña en derribar.
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