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La muñeca diabólica

Éramos una familia feliz hasta que la muñeca diabólica entró en nuestra casa. Mi hermana ya no seguía mis juegos, papá estaba callado y mamá muy preocupada. Sus ojos emitían una luz tan brillante que te cegaba, movía sus articulaciones y decían que hablaba, aunque en esas conversaciones yo solo oía diferentes modulaciones de la voz de mi hermana. Una noche se oyó una pelea nocturna de gatas. A la mañana siguiente la muñeca apareció con un brazo arrancado y la cara arañada. Esto afianzó el dominio que ya tenía sobre mi hermana. Ajada y fea, no pudo deshacerse del influjo de su mirada, la abrazó contra su pecho y no se separaba de ella ni de día ni de noche. Nunca fue consciente de cómo la cambiaba su malévola influencia. Ya no era la niña alegre, compañera de juegos y risas que inundaban la casa. Sus mejillas ya no estaban arreboladas. Era un ser triste y distante que poco a poco enfermaba. Yo las vigilaba de cerca evitando siempre que mis ojos se encontraran con la terrorífica mirada

Cascada de Gujuli o la maldición de una lamia

Con los primeros albores del día, el tren AVE sale escrupulosamente puntual de Atocha. Aquí y allá asientos vacíos y los ocupados parecen estarlo por robots inclinados sobre sus tabletas o sus móviles de alta gama. “¡Cómo ha cambiado el tren en este país!” me digo. “¡Qué inhóspitos y obsoletos han quedado los del pasado!” Como viajo sola, tengo tiempo para soñar con aquellos sábados que en régimen de compañerismo mi padre me llevaba a la cascada de Gujuli. Qué paz se respiraba por el sendero que recorríamos cogidos de la mano entre las hayas. Hasta las ovejas transmitían placidez al pastar por aquellos prados.  El silencio en aquel valle solo era interrumpido por nuestras pisadas sobre la alfombra de hojas caídas y aquel runrún de fondo que iba creciendo. Era el rugir del agua al precipitarse al vacío o tal vez—como me decía mi padre— el llanto desesperado del pastor que fue castigado por la lamia y lo convirtió en cascada. ¡Cómo me gustaba que me contase esas historias antiguas! Im

Donde habita el olvido

Antes de abrir los ojos ya oigo la lluvia golpear en la persiana. Desde que me he jubilado no existe mayor placer que retozar en la cama un rato más después de despertarme. Nada es comparable con sentirme dueña de mi tiempo. Me extraña que él esté todavía acostado y me deja perpleja cuando con una voz recriminatoria me dice: —Ahora te vas con el vecino. No creas que no lo sé. Estáis liados. —Sorpréndeme con un dromedario si quieres —le digo ante algo tan inefable y vulgar nada propio de él—pero no me vengas con esas bobadas. Como sigue inmutable me levanto enfadada con el propósito de no dirigirle la palabra. Él, con su distracción habitual, hace como que no le importa. Sin hablarnos me doy cuenta que soy yo la que me siento presa, él nunca ha sido un hombre de muchas palabras. Y encima llueve. El gris cubre el colorido del paisaje. Las escarpadas están peligrosas y tampoco puedo ir a pasear al acantilado. Tengo que quedarme en casa. Quiero que sea él el que rompa este simulacro ton

Cuando el árbol cae

Cuando la rama se desgaja del árbol  Todo se detiene y callan las palabras. Cuando el espejo empañado clarea Todo brilla con la imagen de tu presencia De las espigas las sonajas De un vaso de agua el tintineo De la pupila azul el romero. Del cristal de yeso la luz Partida de ajedrez en tablas La espera De unos gajos de naranja

Leyendas, lamias y pastores

La laguna de Lamioxin se encuentra en Álava, en las Estribaciones del Gorbea. El porqué del nombre de esta laguna está muy claro: cuenta la leyenda que aquí habitan las lamias, seres femeninos de extraordinaria belleza y pies de pato. Lo que más les gusta es peinarse su larga melena con un peine de oro a la orilla de los manantiales, ríos o lagos en los que habitan. Con su canto han seducido a algunos hombres y se los han llevado sin que se haya sabido más de ellos. Una lamia convirtió a un zagal de nombre Urjauzi en la cascada de Gujuli porque en un descuido le había robado su espejo mágico. Os cuento el relato de los hechos. Urjauzi y Otsoa eran pastores de la zona del Gorbea y grandes amigos desde la infancia. Sucedió que cierto día Urjauzi oyó de pronto un dulcísimo canto mientras pastoreaba su rebaño por las campas de Gujuli. Se sintió tan atraído por aquella maravillosa melodía que se olvidó del ganado y raudo se adentró en la espesura del bosque. El sonido de sus pisadas