Con los primeros albores del día, el tren AVE sale escrupulosamente puntual de Atocha. Aquí y allá asientos vacíos y los ocupados parecen estarlo por robots inclinados sobre sus tabletas o sus móviles de alta gama. “¡Cómo ha cambiado el tren en este país!” me digo. “¡Qué inhóspitos y obsoletos han quedado los del pasado!”
Como viajo sola, tengo tiempo para soñar con aquellos sábados que en régimen de compañerismo mi padre me llevaba a la cascada de Gujuli. Qué paz se respiraba por el sendero que recorríamos cogidos de la mano entre las hayas. Hasta las ovejas transmitían placidez al pastar por aquellos prados.
El silencio en aquel valle solo era interrumpido por nuestras pisadas sobre la alfombra de hojas caídas y aquel runrún de fondo que iba creciendo. Era el rugir del agua al precipitarse al vacío o tal vez—como me decía mi padre— el llanto desesperado del pastor que fue castigado por la lamia y lo convirtió en cascada. ¡Cómo me gustaba que me contase esas historias antiguas! Impresionada la veía caer en picado sobre las rocas que, afiladas como cuchillos, formaban la vertical. ¡Qué coctelera de sensaciones me producía el ensordecedor ruido en contraste con la finura de los destellos irisados de aquella multitud de perlas que desprendían las gotas de agua! Me gustaba verla desde la distancia, mi propia cordura me indicaba lo peligrosa que podía ser si me acercaba.
Disfrutaba al tumbarme en los montones de hojas caídas que se me quedaban prendidas en el pelo y en la ropa y al sacudirlas volaban como mariposas de colores. Olía a naturaleza, a campo y a oveja, porque las ovejas eran parte inseparable del lugar.
El placer de vivir en calma por aquellos prados bajo un cielo azul solo era alterado por una conmoción estrepitosa que competía con la cascada. El tren de las seis como un monstruo mecánico cubierto de hollín, serpenteaba con su traqueteo y sus silbidos se propagaban por los montes. La estolidez de las ovejas al verlo contrastaba con mi alegría al mover la mano para saludarlo. Siempre esperaba que alguien me respondiera y cuando se cumplía: ¡qué saltos daba de alegría!
El tren en el que viajo ha llegado a su destino. Me muevo inquieta en mi asiento y un sudor frío me recorre la espalda. Una vez más los sentimientos dolorosos irrumpen sin mi consentimiento. El fondo del abismo se acerca. Mi padre me espera en la estación y sé que no lo reconoceré. El balón rodaba y quería cogerlo antes de que cayera por el precipicio. Cuando las manos de él lograron rescatarme asiéndome por los pies, el daño cerebral y el terror al vacío ya habían hecho mella en mí. Las fobias que sufro por la prosopagnosia adquirida, son consecuencia de aquella tragedia.
Como viajo sola, tengo tiempo para soñar con aquellos sábados que en régimen de compañerismo mi padre me llevaba a la cascada de Gujuli. Qué paz se respiraba por el sendero que recorríamos cogidos de la mano entre las hayas. Hasta las ovejas transmitían placidez al pastar por aquellos prados.
El silencio en aquel valle solo era interrumpido por nuestras pisadas sobre la alfombra de hojas caídas y aquel runrún de fondo que iba creciendo. Era el rugir del agua al precipitarse al vacío o tal vez—como me decía mi padre— el llanto desesperado del pastor que fue castigado por la lamia y lo convirtió en cascada. ¡Cómo me gustaba que me contase esas historias antiguas! Impresionada la veía caer en picado sobre las rocas que, afiladas como cuchillos, formaban la vertical. ¡Qué coctelera de sensaciones me producía el ensordecedor ruido en contraste con la finura de los destellos irisados de aquella multitud de perlas que desprendían las gotas de agua! Me gustaba verla desde la distancia, mi propia cordura me indicaba lo peligrosa que podía ser si me acercaba.
Disfrutaba al tumbarme en los montones de hojas caídas que se me quedaban prendidas en el pelo y en la ropa y al sacudirlas volaban como mariposas de colores. Olía a naturaleza, a campo y a oveja, porque las ovejas eran parte inseparable del lugar.
El placer de vivir en calma por aquellos prados bajo un cielo azul solo era alterado por una conmoción estrepitosa que competía con la cascada. El tren de las seis como un monstruo mecánico cubierto de hollín, serpenteaba con su traqueteo y sus silbidos se propagaban por los montes. La estolidez de las ovejas al verlo contrastaba con mi alegría al mover la mano para saludarlo. Siempre esperaba que alguien me respondiera y cuando se cumplía: ¡qué saltos daba de alegría!
El tren en el que viajo ha llegado a su destino. Me muevo inquieta en mi asiento y un sudor frío me recorre la espalda. Una vez más los sentimientos dolorosos irrumpen sin mi consentimiento. El fondo del abismo se acerca. Mi padre me espera en la estación y sé que no lo reconoceré. El balón rodaba y quería cogerlo antes de que cayera por el precipicio. Cuando las manos de él lograron rescatarme asiéndome por los pies, el daño cerebral y el terror al vacío ya habían hecho mella en mí. Las fobias que sufro por la prosopagnosia adquirida, son consecuencia de aquella tragedia.
¡Qué triste! Me has consternado con esta entrada.
ResponderEliminarUn beso con abrazo de anís.
No poder reconocer una cara querida es una triste cosa.
ResponderEliminarBesos.
Lo que empieza siendo un bucólico relato con todos los elementos para relajarte, de repente te rompe los esquemas al ver que realmente se trata de una terrible tragedia. Qué bueno!
ResponderEliminarSe me encoje el corazón al imaginarme la escena que nos cuentas.
Besos.
Un momento y después..............,triste muy triste,abrazo fuerte ,fuerte.
ResponderEliminarDispuesta a leer una historia de viajes, de las de siempre, de aquellos trenes lentos llenos de vida y nos avivas con una tragedia. Desde luego sabes como escribir y sorprender. Un abrazo
ResponderEliminarUy que triste historia , me sorprendió el final . Te mando un beso
ResponderEliminarImpresionante el contraste del final con la dulzura del texto.
ResponderEliminarUn abrazo, María Pilar.
Hola María Pilar. Me ha encantado ir leyéndote por la belleza del paisaje, y las historias que tu padre te contaba agarrada de la mano mientras paseabais. El final es duro, pero seguro que todo se supera en esta vida.
ResponderEliminarAbrazossssssssssssss
Pilar nos introduces en la aventura de la vida...Comenzamos a leer con la inocencia de los niños, mientras el tren camina rápido por la vía del tiempo...Y de pronto, nos haces despertar, no somos tan niños...Vivimos contigo una tragedia, que nos para y... nos hace madurar en un instante, la vida es así...!!
ResponderEliminarMi felicitación y mi abrazo por esos buenos recursos y buena prosa.
M.Jesús
La tristeza embarga
ResponderEliminarCariños