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Blanca y su gran familia

La noticia me la dio una llamada intempestiva que me sacó de la cama con un susto de infarto. Para entonces la ciudad era un hervidero de dimes y diretes sobre la muerte en extrañas circunstancias del poderoso señor marqués de Mendoza. La gran preocupación de la familia, reunida en la biblioteca de su casa torre, era cómo decírselo a la joven Blanca que se quedaba viuda con 27 años. Envueltos en ese olor peculiar que liberan los libros viejos, consideraban que había que tener mucho tacto puesto que ahora el bienestar de todos estaba en sus manos. El Marqués la había nombrado heredera única con la condición de que no volviera a casarse. El tío abuelo que vivía con el Gato de Cheshire, sujetándose su amplia sonrisa mientras miraba de soslayo, propuso que lo mejor sería ocultárselo. La tía Elisenda, a la que llamaban Sombrero Loco porque de joven fue cabaretera, era partidaria de que hiciera un viaje de ensueño. La Marquesa, hermana del finado, sin quitarse la mantilla de encaje de s...

La llamaban loca

Antes de abrir la puerta del despacho del doctor Zulueta se detuvo un instante para ajustarse el nudo de la corbata. Se sentía satisfecho. —Doctor, venía para llevarme a mi esposa. —Si hace apenas dos meses que la ingresó con un cuadro agudo de ansiedad. —Y que no hablaba, ¿se acuerda? —El doctor asintió —. La culpa de todo la tuvo el gato. —¿El gato? En el informe de ingreso no mencionó ningún gato. —Me contó que anochecía cuando lo vio cerca de nuestra casa. La siguió. Se le enredaba entre las piernas y ella le acariciaba el lomo con su pie descalzo. Tenía que ver cómo respondía zalamero a las carantoñas con su ronroneo. Mi esposa cambió, doctor, no era la misma. Su llanto desesperado llenó la casa durante tres días. Después, el silencio. Me miraba con ojos de espanto. La mujer que más he querido... Ahora participa en juegos de mesa, sonríe y habla. Puede volver a casa. —Me queda una duda, ¿qué vio o qué sintió una mujer tan serena y cariñosa en el momento que rompió en aqu...

El reloj de la estación

Existen situaciones tan incomprensibles en la vida de los grandes personajes que a uno lo dejan perplejo. Era la persona más rica de España y uno de los multimillonarios más poderosos del planeta. Un potentado de la industria textil que había creado una marca con la que revolucionó el mundo de la moda. Dudé en ponerle un nombre para que pareciese el personaje principal de la historia que me estaba inventando; preferí dejarle en el anonimato. En su situación podía vivir una vida de ensueño. Pero no, sus intenciones siempre eran sibilinas. Aquel día me ordenó que lo llevase a un pueblecito de alta montaña. «Treinta casas y más de la mitad deshabitadas», me chivó el señor Google regodeándose. Tras curvas y curvas flanqueadas de frondoso arbolado y luz primaveral, en medio de un enclave natural privilegiado, encontramos la pequeña aldea. Creí que empezaba a entenderlo. Seguro que quería perderse en aquel paraje para liberarse de la vida ajetreada que llevaba. Volvió a sorprenderme. A...

El abuelo

El día que cumplió ocho años, el abuelo le regaló un gatito gris jaspeado, precioso. —Mira lo que te he traído, María. Toma, es para ti. Aprenderás a cuidarlo. La niña estaba exultante. Lo cogió con mucho cuidado. «¡Qué suave!» El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. «Te llamarás Dido», le dijo. Y le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero. —Abuelo, este será su espacio. —Me parece bien —asintió el abuelo con el rostro confiado, orgulloso de su pequeña. Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa enigmática manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Enseguida perdía ese halo de misterio. Saltaba al pavimento de losas de barro irregula...

Los días perdidos de la abuela

Ese día Sofía se levantó muy temprano. Los nietos la habían invitado a la celebración de su 90 cumpleaños y por nada del mundo iba a perdérselo. Con las ganas que tenía de volver a sentir a su alrededor el bullicio y alboroto de la familia. En aquel barrio había calles con poco tráfico, setos bajos, flores y mucho silencio. Demasiado. El vestido de raso negro con manga francesa ya había perdido el olor a alcanfor. Se ahuecó el pelo corto y ralo con sus manos de abuela y dio unos pasos. Se sintió etérea a pesar de los kilos de más. Le hizo un guiño al espejo que tenía en la caja y este le devolvió un destello de complicidad. Sonrió. Tras la deliciosa tarta de cumpleaños, pura ambrosía, la nieta mayor se acercó al sillón de la abuela que presidía la mesa. La calidez de su mirada los envolvía a todos y sentían su acogida con alegría. —Tu regalo, abuela —le dijo a modo de isagoge—. En este libro hemos recogido las incidencias de la familia. Ya verás qué divertido. — Los días perd...