La tienda de pianos estaba enfrente de nuestra casa y, por extraño que parezca, era uno de los lugares más silenciosos del barrio. La campanilla de la puerta sonó cuando mi madre y yo entramos. El señor Carrión, con su sempiterno guardapolvo negro sin abotonar a causa de la obesidad, se apresuró a dejar unas partituras en el mostrador y levantó su mirada acuosa por encima de las gafas. Se aclaró la garganta con un carraspeo para preguntarnos con voz atiplada: «¿En qué puedo ayudarlas?» De toda la vida vecinos, nunca habíamos entrado en contacto hasta ese día que mi madre le alquiló un piano para que yo pudiera dar clases particulares. Y salí convertida en empleada por horas. Él necesitaba una persona en la tienda y yo dinero para mis gastos. Con el caminar torpe de alguien que no está acostumbrado a moverse mucho nos acompañó hasta la puerta. Aunque hombre de pocas palabras, el aparente descuido en el vestir y su hablar pausado reforzaban su aspecto bonachón. Nos despidió con una lev...
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