Ir al contenido principal

Entradas

A un pueblo de La Rioja

Aquellos días había andado atareada con la vendimia, estaba sudorosa, pero satisfecha; todo había salido según sus cálculos. Cuando se quedó sola después de haber despedido a los temporeros, se acercó a la ventana, protegiéndose los ojos con la mano a modo de visera, y miró al frente para contemplarlo. Allí estaba. El último regalo que le habían hecho sus hijos. Unas lágrimas emocionadas y silenciosas corrieron por sus mejillas. La vida dura del campo la había fortalecido dotándole de un aspecto austero, pero no había mermado ni un ápice su sensibilidad admirable. Era un día caluroso, sin un soplo de aire que lo suavizase; pese a ello, le pareció que el nuevo regalo ondeaba al suave impulso de una alegre brisa. El sol reverberaba sobre las placas de titanio y parecía hacerlo fermentar irradiando destellos azulados, violetas y rosados propios de un buen vino. Dejó volar la fantasía y siguió extasiada largo rato. El marco en el que se situaba le era harto conocido. Al fondo, ondulac

El Castañero de Vitoria

Han embellecido la plaza del museo Artium con grandes esculturas de autores de reconocido prestigio. Y, como por arte de magia, ha surgido, un año más, la escultura viviente del Castañero. Ahí está, en la esquina de siempre, con su carromato, desprendiendo el olor a humo caliente y ese inconfundible olor que nos anuncia la llegada del invierno. Solo, aterido de frío, con las manos en los bolsillos de su mono azul, el joven castañero se resguarda del viento y la lluvia recostándose sobre su viejo, aunque recién pintado, carruaje para sentir el calor de las castañas asadas. No vocifera su mercancía al pasar los transeúntes, no se mueve ni un ápice de la baldosa del suelo que pisa, no entabla conversación con nadie ni nadie lo saluda al pasar. Parece una escultura viviente adornando la plaza en invierno y después, desaparece sin que se sepa exactamente cuando. Languidece la luz azulada de la moderna farola bajo la que siempre se coloca el castañero.  Y a mí, que me encantan la var

Cumpleaños de Olga

El Principito (fragmento)  De Antoine de Saint-Exupery  «Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además ¡mira! ¿Ves allá los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…»    © María Pilar

Día de todos los Santos

Aprovechando el funeral de un vecino del pueblo, había pasado la tapia del cementerio al que no había vuelto desde que su esposa se fue. Su andar, con los brazos caídos y un tanto apesadumbrado, le llevó hasta donde ella estaba. Se quedó de pie a su lado. Su mirada fija parecía repasar el nombre que el cincel había tallado en el mármol de la lápida. A un lateral, el grupo del nuevo entierro, flores frescas, sepulcro brillante, suspiros y algún llanto ahogado le pasaban desapercibidos. El enterramiento se alargaba porque se había fundido la losa de mármol junto a su base y los sepultureros se esforzaban para poderla abrir, pero para él todo quedaba anulado y seguía absorto recogiendo en los susurros del viento las voces lejanas de vivencias que les pertenecían solo a ellos dos. En aquella soledad, con tantas presencias silenciosas, el tiempo pasaba y ya se había quedado solo con su diálogo interior. Un rictus en la cara manifestaba que algo se le movía por dentro, algo que si ascend