Entre la gente que acudía al funeral de un vecino del pueblo, pasó la tapia del cementerio al que no había vuelto desde que su esposa se fue. Su andar, con los brazos caídos y un tanto apesadumbrado, le llevó hasta donde ella estaba. Se quedó de pie a su lado. Su mirada fija parecía repasar el nombre que el cincel había tallado en el mármol de la lápida.
A un lateral, el grupo del nuevo entierro, flores frescas, sepulcro brillante, suspiros y algún llanto ahogado le pasaban desapercibidos.
El enterramiento se alargaba porque se había fundido la losa de mármol junto a su base y los sepultureros se esforzaban para poderla abrir, pero para él todo quedaba anulado y seguía absorto recogiendo en los susurros del viento las voces lejanas de vivencias que les pertenecían solo a ellos dos.
En aquella soledad, con tantas presencias silenciosas, el tiempo pasaba y ya se había quedado solo con su diálogo interior. Un rictus en la cara manifestaba que algo se le movía por dentro, algo que si ascendía y salía al exterior iba a romperse en mil pedazos entre gemidos y llantos. Se movió un poco, recompuso su figura, tomó aire y con un andar firme se dirigió a la salida.
La impresión que me produjo esta escena me embargó de emoción y, en un día como hoy, la quiero compartir con vosotros.
¿Por qué la soledad no se interrumpe con presencias silenciosas? No me refiero a las de aquellos que circunstancialmente compartían el mismo espacio, sino las de los que observamos, admiramos y callamos.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.
Cuando por casualidad estamos observando algo que somos conscientes no nos pertenece, queremos ser invisibles y no romper la magia del momento. No siempre se consigue.
ResponderEliminarCreo que es cierto, la soledad de un cementerio es pasmosa,
ResponderEliminarvisitar a los muertos es otra cosa,
uno nota la diferencia entre una tumba bien cuidad y otra que no.
Tu relato es sobrecogedor en cierto modo
Gracias, Hugo, por pasarte por aquí y dejarme tu comentario.
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