Han embellecido la plaza del museo Artium con grandes esculturas de autores de reconocido prestigio. Y, como por arte de magia, ha surgido, un año más, la escultura viviente del Castañero.
Ahí está, en la esquina de siempre, con su carromato, desprendiendo el olor a humo caliente y ese inconfundible olor que nos anuncia la llegada del invierno. Solo, aterido de frío, con las manos en los bolsillos de su mono azul, el joven castañero se resguarda del viento y la lluvia recostándose sobre su viejo, aunque recién pintado, carruaje para sentir el calor de las castañas asadas.
No vocifera su mercancía al pasar los transeúntes, no se mueve ni un ápice de la baldosa del suelo que pisa, no entabla conversación con nadie ni nadie lo saluda al pasar. Parece una escultura viviente adornando la plaza en invierno y después, desaparece sin que se sepa exactamente cuando.
Languidece la luz azulada de la moderna farola bajo la que siempre se coloca el castañero. Y a mí, que me encantan la variedad de colores del otoño, que me embarga el ocre o me hipnotiza ese amarillo dorado, me inunda la tristeza al contemplar una imagen otoñal como la del castañero al que ya muy pocos se acercan a comprar. A veces, yo también apuro el paso o lo miro de reojo para no sentir su mirada en la mía que supongo tristísima y me digo: «otro día».
Son las diez de la noche. Hace un frío terrible. Salgo del trabajo y voy abstraída con un tema un tanto peliagudo que tenemos que resolver de inmediato. El olor de las castañas asadas me roza el olfato. Me acerco y le compro una docena, dos euros. Contemplo, bajo los azules de la iluminación, cómo saltan alegremente al asarse y acojo con gran placer el cucurucho de papel de estraza que me calienta las manos.
Pelo la primera castaña. Me llena la boca. Riquísima, sabrosa, blanda, caliente. Echo a andar comiéndome glotona otra y después una más. Me gusta presentarme en casa con las castañas recién asadas. Incito a mi prole a que las prueben y se dejen llevar por su cálido olor y su riquísimo sabor. No tengo éxito.
Creo que el castañero de Vitoria es un símbolo viviente de la cultura y la vida de nuestras generaciones anteriores. No quiero que desaparezca de la plaza porque lo suyo es algo más que una simple figura. Debe ocupar un lugar privilegiado en nuestra sociedad y en nuestro corazón y se merece un gran homenaje por ser historia viviente.
© María Pilar
El 1 de octubre aparecen multitud de puestos de castañas. Lo paradójico es que lo hagan porque lo dice el calendario, sin pensar que hay sitios que en esas fechas apenas se baja de 25 grados.
ResponderEliminarPero en un par de meses se agradece oler el humo de las castañas.
Es verdad que hay castañeros por todos los sitios? y yo que creía que sólo quedaba el que veo todos los días a las 10 de la noche cuando vuelvo a casa. Bueno este es especial porque me ha inspirado el texto.
ResponderEliminarBachiller , el castañero es mejor que se ponga cuando tú creas bien, para tu información Octubre es cuando la castaña se abre y el nabo crece. Le parece bien a usted la apreciación o modificamos la naturaleza
ResponderEliminarHola, Bachiller, los castañeros llegan a Vitoria cargados con su mercancía los primeros días de noviembre. Me imagino que en esos días ya tienen recogida y almacenada la cosecha de castañas. Antes de verlos te llega el olor característico de las castañas asadas y el calorcito cuando te acercas al fuego. Se agradece porque vamos echando vaho por la boca del frío invernal. Para mí ese ritual crea la atmósfera previa a la Navidad.
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