Mi hermana mayor, Amaia, está ingresada en el hospital de Txagorrichu con gastroenteritis. El médico ha prescrito el uso de pañales, pero Amaia grita con su lengua de trapo que no es un bebé, que ella lleva bragas, ¡sus bragas! Ya no le quedan limpias y la enfermera le trae unas desechables. «Ni hablar», dice. Solo quiere las suyas y si no, pues nada.
A mi hermana, desde que nació, le consentimos todos los caprichos porque mis padres opinan que bastante tiene la pobre con lo que le ha tocado en la vida.
—¿Por qué Amaia no es como las demás niñas? —les preguntaba de pequeña.
—Porque una mujer bizca se acercó al cochecito en el que la llevaba recién nacida y como no se la dejé coger le echó el mal de ojo —me contestaba mi madre.
Me he pasado la vida cruzando los dedos y bajando la mirada atemorizada cada vez que me encontraba con un bizco por temor a su influjo maléfico.
Ahora Amaia tiene 41 años, está oronda y el hechizo que le ocasionó aquella mujer cuando tan solo era un bebé ha hecho que todos los que estamos a su alrededor nos sintamos víctimas de su tiranía; algo que, a estas alturas, tenemos estoicamente asumido.
Le doy de comer con dificultad desde la mesa de hospital porque se ha empeñado en sentarse en una silla bajita que es la que más le gusta. De repente, se le cambia el rostro, se levanta y se mira las piernas por las que se escurren los chorretones y al rebasar los calcetines caen al suelo haciendo ¡plof,plof! Un olor pestilente lo invade todo. La enferma que está en la cama de al lado empieza a devolver. Me tapo la nariz con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda porque en la otra tengo la cuchara. Mamá coge un rollo inmenso de papel y toallas mojadas, se arrodilla en el suelo, a pesar del dolor de huesos que padece, para limpiarlo todo, como siempre.
Me he pasado la vida cruzando los dedos y bajando la mirada atemorizada cada vez que me encontraba con un bizco por temor a su influjo maléfico.
Ahora Amaia tiene 41 años, está oronda y el hechizo que le ocasionó aquella mujer cuando tan solo era un bebé ha hecho que todos los que estamos a su alrededor nos sintamos víctimas de su tiranía; algo que, a estas alturas, tenemos estoicamente asumido.
Le doy de comer con dificultad desde la mesa de hospital porque se ha empeñado en sentarse en una silla bajita que es la que más le gusta. De repente, se le cambia el rostro, se levanta y se mira las piernas por las que se escurren los chorretones y al rebasar los calcetines caen al suelo haciendo ¡plof,plof! Un olor pestilente lo invade todo. La enferma que está en la cama de al lado empieza a devolver. Me tapo la nariz con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda porque en la otra tengo la cuchara. Mamá coge un rollo inmenso de papel y toallas mojadas, se arrodilla en el suelo, a pesar del dolor de huesos que padece, para limpiarlo todo, como siempre.
© María Pilar
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