Como todos los días la joven profesora saluda a los niños con una amplia sonrisa. Un grupo rodea a un niño de pelo castaño y piel transparente cuestionándole el porqué de su cara marcada. —Me he caído en el parque con el monopatín —les contesta con una voz tímida y adorable, pero ausente de toda su gracia natural. A la profesora no se le escapa el leve rubor de sus mejillas y la falta de chispa en sus ojos. Pronto los otros niños vuelven con su inocencia a su bullicio habitual y él rápidamente aparta sus grandes ojos de la mirada de ella. Sentado ya en su sitio, la profesora, en lo que dura un pestañeo, recoge la mirada cargada de pesadumbre que él le lanza. El niño aprieta los labios y unas lágrimas silenciosas, discretas y llenas de pudor corren por sus mejillas. Ni un hipo, ni un gesto que delate a los demás toda la angustia que le ahoga. Ella sabe lo que tiene que hacer, y vaya que si lo va a hacer, pero ahora lo más inmediato es hacerle sentir su compañía, que sepa que no
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