Ir al contenido principal

Entradas

Una niña siria

—Estás loco, Rubén —le dije mientras negaba con la cabeza— Los peligros del mar te han trastornado. —¿Loco? Nunca lo he visto más claro —añadió con esa expresión risueña que tanto me atrae y por momentos me irrita— Te alegrarás, ya lo verás. —Es que no entiendo cómo se te ha podido pasar por la cabeza —Quería imprimir un tono de malestar en mis palabras— Mi vida es mi vida y tú no puedes irrumpir como un vendaval para cambiarla. Además, el interesado eres tú, ¿no? Pues asume la responsabilidad. —Yo… —añadió con una sombra de preocupación en la cara —tengo que volver. Guardé silencio. —¡Myriam! —Se levantó del sillón en el que estaba sentado y me abrazó. Había añorado tanto su ausencia que al sentirlo los ojos se me llenaron de lágrimas. Entendí que quedaba zanjado el problema. La tarde discurrió por derroteros más entrañables. Mi hermano había vuelto con tantas vivencias de esos meses pasados en los puntos calientes del Mediterráneo que me llenó de admiración. El día empezaba a

Lipograma (sin la u)

Me mira, la miro; me sonríe, le sonrío. Sin vacilar saca el móvil del bolso y empieza a grabarme. ¡Es fantástico! Lo colgará en las redes sociales y seré trending topic. De este lado, del otro. ¡Jajaja! Es evidente, la morenaza se ha prendado de mí. ¿Y ese maromo al lado? ¡Bah, si no le hace ni caso! Se me acerca más y más. Divina piel tan lisa y seca, y la cadencia en los andares, me derrite. Con mis grandes e irresistibles ojos le provoco la risa más simpática jamás oída en la alberca. Otro paso y caerá. Se mojará. La besaré, me besará y se convertirá en rana.

Soneto con estrambote

¿Dónde lavas tu rostro de belleza  Para lucir de piedra tan lozana?  ¿En qué manantial, arroyo o fontana  Reflejas tu pudor a tu manera?   Quisiera ser del túmulo la tierra  Que acoges y abrazas cada mañana Con el peso del agua enamorada  Apoyando mi mano en tu cadera.  Ser cordón para apretar tu corpiño  Ser viento que despeine tu melena.  Si lugar poder fuera: Este foso.  Ser sol para provocarte un guiño.  Feliz reo si fueras mi condena.  Almohada que recoja tu reposo.  Permíteme estos versos  Acabar en estrambote  Me quito el sombrero, Rosa  A tus pies, tu Juan Belmonte   (de Ana Mary)

Merceditas en el pueblo

Con Merceditas vivíamos nuestra epifanía particular cuando todos los veranos llegaba al pueblo. Decían que los aires de la sierra le iban muy bien para las secuelas que tenía de la polio. Cuando un mercedes negro subía dando tumbos entre el polvo del sendero, todos sabíamos que eran ellos. Los criados y las doncellas venían antes para abrir la casa y con estropajos restregaban los suelos hasta dejarlos niquelados. Después, salían como un hatajo de sumisos uniformados a recibirlos. Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa alguna perdiz de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo.

Un cuento de Navidad

Sergio va caminando por la Gran Vía de su ciudad, una calle llena de rostros ausentes. Solo y aterido de frío, extravía la mirada por su entorno. No, no brillará un cielo cuajado de estrellas, la potente iluminación navideña lo impedirá. Se detiene ante un contenedor de basura y con el cuerpo invertido rastrea las fauces del abismo. Lo que ve bajo la azulada luz le produce un estremecimiento: Cuento de Navidad de Charles Dickens. Tembloroso, lo coge. Se cubre los ojos con una mano gélida de mugre y las lágrimas ruedan al ritmo de sus espasmos. Es su voz de niño la que le llega desde el cálido hogar familiar: —Mira mamá, ¡y también un cuento! ¿Me lo lees? —Es tarde cariño, dormimos y te lo cuento mañana. El pisar de algunas personas cruje en la nieve helada. Cual sombras en la noche, con grandes bolsas de regalos, pasan raudas mirándolo con desconfianza. Después, el silencio sólo es traspasado por las notas nostálgicas de un piano que desde un bar cercano perpetúa la canción "O