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El reloj de la estación

Existen situaciones tan incomprensibles en la vida de los grandes personajes que a uno lo dejan perplejo. Era la persona más rica de España y uno de los multimillonarios más poderosos del planeta. Un potentado de la industria textil que había creado una marca con la que revolucionó el mundo de la moda. Dudé en ponerle un nombre para que pareciese el personaje principal de la historia que me estaba inventando; preferí dejarle en el anonimato. En su situación podía vivir una vida de ensueño. Pero no, sus intenciones siempre eran sibilinas. Aquel día me ordenó que lo llevase a un pueblecito de alta montaña. «Treinta casas y más de la mitad deshabitadas», me chivó el señor Google regodeándose. Tras curvas y curvas flanqueadas de frondoso arbolado y luz primaveral, en medio de un enclave natural privilegiado, encontramos la pequeña aldea. Creí que empezaba a entenderlo. Seguro que quería perderse en aquel paraje para liberarse de la vida ajetreada que llevaba. Volvió a sorprenderme. A

El abuelo

El día que cumplió ocho años, el abuelo le regaló un gatito gris jaspeado, precioso. —Mira lo que te he traído, María. Toma, es para ti. Aprenderás a cuidarlo. La niña estaba exultante. Lo cogió con mucho cuidado. «¡Qué suave!» El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. «Te llamarás Dido», le dijo. Y le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero. —Abuelo, este será su espacio. —Me parece bien —asintió el abuelo con el rostro confiado, orgulloso de su pequeña. Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa enigmática manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Enseguida perdía ese halo de misterio. Saltaba al pavimento de losas de barro irregula

Los días perdidos de la abuela

Ese día Sofía se levantó muy temprano. Los nietos la habían invitado a la celebración de su 90 cumpleaños y por nada del mundo iba a perdérselo. Con las ganas que tenía de volver a sentir a su alrededor el bullicio y alboroto de la familia. En aquel barrio había calles con poco tráfico, setos bajos, flores y mucho silencio. Demasiado. El vestido de raso negro con manga francesa ya había perdido el olor a alcanfor. Se ahuecó el pelo corto y ralo con sus manos de abuela y dio unos pasos. Se sintió etérea a pesar de los kilos de más. Le hizo un guiño al espejo que tenía en la caja y este le devolvió un destello de complicidad. Sonrió. Tras la deliciosa tarta de cumpleaños, pura ambrosía, la nieta mayor se acercó al sillón de la abuela que presidía la mesa. La calidez de su mirada los envolvía a todos y sentían su acogida con alegría. —Tu regalo, abuela —le dijo a modo de isagoge—. En este libro hemos recogido las incidencias de la familia. Ya verás qué divertido. — Los días perd

Y dices que me quieres

Cuando estalló todo, Adela sintió que tamibién ella se hacía añicos. Tras el bochornoso episodio, se agachó para recoger los platos rotos. Desparramados por el suelo de la cocina parecían una hueste a la deriva. Entre los trozos, barrió despojos de pasión y apiló minucias de insultos que, como una lluvia ácida, contaminaban el universo de su vida. La cuchara en un giro rocambolesco había volado a esconderse tras la pata de la mesa; y el tenedor, obediente arlequín, desde la esquina la señalaba como el lapidario dedo índice de su amo cabreado. Su sola presencia la irritaba, pero además, esa postura de señalarla como el dedo índice acusador de su dueño le llegaba hasta muy adentro como si le horadase el cerebro y eso la ponía frenética. Todo terminó en la bolsa de basura. Una esquirla se le había clavado en sus felices años de enamoramiento. Logró aprehender un extremo entre las yemas de los dedos índice y pulgar y tiró con suavidad hasta sacarla entera. Después, se chupó la sangre

El cine de mis días

Cuando papá murió en el accidente ferroviario ocurrido en Álava en 1982, a mamá le adjudicaron la cafetería de la estación y el apartamento que estaba encima. Allí vivimos, en pleno centro de la ciudad de Vitoria, junto al tramo de vías que la cruza sin estar soterrado. En aquel pequeño habitáculo yo pasaba las horas entre ruidos de trenes, siempre esperándola. Al fallecer mamá me quedé sola asomándome a la adolescencia y un montón de porqués sin respuestas. Los servicios sociales de la Diputación declararon mi situación de desprotección y me llevaron a un piso de acogida donde vivía con otras chicas en situación similar a la mía. Una tarde lluviosa, me metí en los cines Azul que la profesora de inglés nos había recomendado para ver clásicos en versión original. La película se titulaba: «Matar a un ruiseñor». Desde el principio vi en Atticus al padre que no había conocido. ¡Cuánto lo necesitaba! No pude contener las lágrimas. Siempre iba a su lado una niña maravillosa. Me parecía