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Qué solo está el banco del parque

En la familia se dice que la época para morir es el otoño, por lo de la caída de la hoja supongo o porque en varios familiares así se ha cumplido. Pero ella no, no hizo caso a esa habladuría familiar como tampoco lo hizo, a lo largo de su vida, a tantas y tantas normas sociales. Su carácter independiente y libre se forjó en las épocas duras que le tocó vivir. Una guerra fratricida y la oscura posguerra cuando escaseaban los alimentos esenciales. Sabía de estraperlo y cartillas de racionamiento, de restricciones y vida penosa en la dictadura. Se casó, tuvo hijos, los sacó adelante. Algunos se le fueron antes que ella y ese dolor de madre sí le hizo mella, lo llevaba muy dentro. Remontó, volvió a sonreír, a bailar en las fiestas familiares, ¡cómo le gustaba bailar! Y hablar con la gente; le eran fáciles las relaciones sociales. Contaba historias que le habían ocurrido, con mucho ingenio. A veces ponía cara de enfadada y otras, partiéndose de risa, tanto, que nos contagiaba. Habría sido

Rebelión en Ataria

Aitor salía de comer del Ruta de Europa cuando oyó el móvil. Al ver el prefijo de Francia tuvo un mal presentimiento. Lo dejó pasar. Se cerró el anorak y corrió hasta el camión para protegerse del frío polar que asolaba la ciudad. Con las manos heladas conectó el motor y partió hacia Pamplona, su próximo destino, con música de jazz a volumen bajo. Volvió a sonar. Pulsó aceptar con el corazón en un puño. —¡Qué hostias pasa, tío! ¡¿Por qué no contestas?! —La voz autoritaria le confirmó lo que intuía. —¡¿Quién coño eres?! —le contestó intentando ocultar su nerviosismo. —Mira, Ortzi, a mí no me vaciles. Tenemos un trabajo para ti. «Ortzi —pensó—, el seudónimo que muy pocos conocían». Rememoró su época de estudiante ahogándose entre botes de humo, gritos, tiros y, después, silencio. Y en el silencio, agazapado, el miedo. Un profesor lo reclutó, junto a otros compañeros, para luchar por la libertad del pueblo. Más tarde, tuvieron su propia revolución interna y el ala dura se hizo c

Nunca me abandones

La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que, con sus silbidos envueltos en hollín, deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por las montañas inabarcables del País Vasco. De mañana, su padre la lleva a la estación. Le coloca la maleta en el estante superior del compartimento y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que sentarse; junto a la ventana. —No me dejes —le dice ella. —Nunca. Ya sabes lo mucho que te quiero —le contesta revolviéndole el pelo. La atrae hacia sí y la abraza a la vez que le pregunta: «¿Lista para tu aventura?» María hace un gesto afirmativo con la cabeza gacha. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. Con el sonido estridente del pitido, el tren se pone en marcha y la figura del padre se empequeñece hasta quedar reducida a un punto inexistente. A ella le invade una sensación ex

Hubo un tiempo

Hubo un tiempo, en el que creí que Dios era un ojo atrapado en un triángulo equilátero. En ese tiempo pasado, pensaba que el ratoncito Pérez vendría con nocturnidad, a llevarse mi recién caído diente de leche, como el mío no se lo llevó dejé de creer en él. Llegaron después los años de catecismo, para hacer la primera comunión, durante los que supuse que había un cielo diáfano y feliz para los buenos y un infierno ardiendo en un fuego perpetuo para los malos.  Durante mi infancia estuve convencida de que los Reyes Magos de Oriente dejaban regalos a los niños buenos por Navidad, a mí no me traían nada, ni siquiera carbón. ¡Qué descarados! También me contaban que las cigüeñas traían a los bebés, pero en mi casa, mamá se acostaba y después nacía un hermano sin que cigüeña alguna intermediase. Los mayores mentían mucho, lo que era un pecado venial, tal vez por eso se acercaban al confesonario donde el cura los escuchaba a través de una rejilla y los perdonaba si cumplían una penitencia.

Mi número de la suerte

El tres apareció en mi vida en una concatenación de hechos que convirtieron mi frustración en alegría. La señal mágica más contundente que me ha ocurrido en toda mi existencia. Estaba claro que en el aire pululaban los números de la suerte y ese me tocó a mí. Había encontrado un trabajo en la ciudad, una amiga me dejaba su apartamento a cambio de que se lo cuidara porque se iba a Camerún con una ONG, y yo, ¡por fin!, podía emanciparme. ¡Qué momento! Trabajo y piso que me aseguraba la independencia a coste cero. ¡No me lo podía creer! Llamé a todos los amigos para celebrarlo con pizzas y bebidas que pedimos al restaurante del bajo y el apartamento se llenó de música y jolgorio hasta el amanecer. Caí rendida nada más acostarme. La alarma sonó a las siete para recordarme que a las ocho tenía que estar en mi puesto de trabajo. En la nebulosa del sueño, recuerdo que saqué el brazo, la apagué y seguí durmiendo. Me desperté con una sensación extraña, no sabía dónde me encontraba. Necesitab