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El juego de la teja

Imagen de Álvaro Peña Nos observaba desde la acera  Un día de sol radiante  Jugando sin permiso  En el centro de la calle. Era nuestro patio de recreo  Una geografía improvisada  No pasaba nadie  Todo estaba en silencio  Como él mientras miraba. Los cuadros bien marcados Del juego de la teja Protestas ante las trampas  Éramos jueces implacables  El ansia de ganar estimulaba  El número de victorias contaba. Su voz de madrileño nos distrajo  «¿Puedo jugar?»   Nos hizo descubrir lo que desconocíamos:  ¡La calle era nuestra!   Como niños viejos, sin permiso, jugábamos.   

Allá donde te encuentres

Querida Alicia: Hace ya ocho meses que te fuiste y no he sabido nada de tu vida. Durante este tiempo he deambulado por la casa sintiendo la soledad de tu ausencia. Cada objeto, cada rincón, todo me habla de ti y me emociono, no puedo evitarlo. Es como si aquí a mi lado estuviera esa Alicia a la que tanto quiero, la verdadera, la que llenaba de ilusión, sonrisas y vida la casa. La malhumorada de los últimos tiempos no eras tú. Estabas ya tan acostumbrada a que todo cuanto te sucediera fuera algo extraordinario, que te pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera por el camino normal. Te resistías a dejar de soñar en este mundo de adultos tan complicado. Por eso, mientras te dedicaste a contar cuentos a un público cautivado, el de los niños, que te recordaba tus felices días de infancia, todo fue estupendo. Cuando tu prestigio como narradora creció, fueron otros los que reclamaron tu presencia. El encontronazo, en la isla de Ely, con el presidente de la Sociedad

Una noche en tu vida

Imagen de El Tintero de Oro Nunca te lo he contado. Tratándose de Ray te va a resultar marciano.  Yo tenía veinte, él pasaba los sesenta. Nos conocimos en el verano de 1981 en un curso de Literatura fantástica que daba en El Escorial. Por la noche, todo el mundo lo buscaba. Bradbury, un soñador de mirada lírica, se había zafado de algunos pesados y caminaba en dirección opuesta a la mía. Tuvimos que esquivarnos. Estallé en una carcajada. Lo de él fue una risa franca que le quitó años de encima. Nerviosa, hice el gesto de recolocarme la larga melena , él se envolvió el dedo índice en su corbata.   —¿Por qué no haces algo para sacarme de aquí? —me susurró con la inocencia de un niño que se divertía en un juego maravilloso.   —¿Yo? —pregunté sorprendida. —Para ir donde estoy pensando tienes que vestir de sport. Con una visera taparás tu pelo cano.  Con su aspecto amable, me cogió del codo, disimulé que no me daba cuenta y subimos a nuestras respectivas habitaciones. Se suponía que a cam

2020: Sin primavera

Mi plaza, que es lo único que veo desde mi ventana, es hermosa sin ser perfecta. A la vista ofrece rasgos irregulares que le dan una personalidad propia. El sol se cuela entre las hojas de los árboles que lucen un verde primaveral y seguro que les hace cosquillas para sacarles esos reflejos imperceptibles y transparencias de luz que hacen palpitar a la vida. No, no lo consigue porque está herida por el silencio. De ahí ese sentimiento inmóvil y la expresión contenida. Y es que, a pesar de la belleza que la viste estos días, está quieta, parece reflexiva; seguramente piensa que le falta la risa y el llanto, el placer y el dolor de los que la vivían. Esa vida cuajada de trinos que sale de su vegetación exuberante, le hace añorar, aún más, la presencia de los niños que pisaban su césped cuando se les iba el balón, el jolgorio de los bares y terrazas hoy cerrados, los ancianos sentados en sus bancos, las tiendas, los paseantes y a todos los que formaban parte de su sentir y pensar. Ya se

La hechicera

Aquella mañana, mientras Eulalia desayunaba en la cocina de su caserío pensaba que, por fin, tenían acorralada a la hechicera. El pueblo entero de Eguílaz estaba dispuesto a atestiguar en su contra y eso, en parte, era mérito suyo como le reconoció el padre Joseba Lejarreta cuando fue a confesarse. Con aire distinguido y el pelo blanco sedoso, dibujó una sonrisa complacida. No sabía que esto solo era el preludio de lo que estaba por venir. El reloj de la iglesia daba las doce campanadas cuando la luna llena paralizada allá arriba congelaba la noche. «¡La hora de las brujas!», se dijo Eulalia al santiguarse. Inquieta notó que alguien empujaba suavemente la ventana de su cocina. De repente, un gato negro encrespado fijó en ella sus pupilas verdes, lanzó un maullido terrorífico y le saltó encima propinándole un zarpazo en la cara. Se retorció de dolor, pero no se rindió. El grito que pegó, esencia del susto que la aterraba, huyó como un poseso golpeando puertas y ventanas de vecinos