Juan de Balmaseda Madera policromada Iglesia de Santa Columba, Villamediana (Palencia) |
El Miércoles Santo nos daban las vacaciones escolares que a mí más me entristecían. Aunque comenzaba la primavera y se oía ya cantar a los pájaros en sus nidos, esos días de Semana Santa todo se paralizaba y se teñía de gris: la plaza del pueblo se quedaba sin las habituales risas y jolgorio de los niños, el pueblo parecía inactivo y las personas de negro que andaban por la calle lo hacían sumisas y silenciosas en una sola dirección, la de la iglesia, para cumplir con las obligaciones religiosas.
Vestida de domingo, con el olor de la ropa planchada con la plancha de hierro metida en la lumbre, entraba en la inmensidad de la iglesia con apenas un palmo de altura. Era para echarse a temblar, grandes telas moradas cubrían los santos y la iluminación de la velas por doquier creaba unas sombras chinescas en movimiento espeluznantes que me hacían contener la respiración y mirar para abajo. Esta actitud mía era entendida por las beatas del pueblo como señal de respeto y devoción y así lo susurraban entre ellas a mi paso para retomar inmediatamente el bisbiseo de sus rezos rutinarios.
Las campanas tocaban a muerto y el ruido de las matracas era ensordecedor. Me impresionaba la devoción de la gente del pueblo esos días y cómo seguía los ritos de la Semana Santa. En el templo: las mujeres con velo negro, a la derecha; los hombres de negro y camisa blanca, con la boina en las manos, a la izquierda y los más remolones, pero que en estas fechas nunca faltaban, atrás, debajo del coro. Todos muy apretados, como los sentimientos que les impulsaban a repetir año tras año aquellas celebraciones con un silencio sobrecogedor que solo era roto por la voz del cura que recitaba o cantaba en latín. Era respondido con un bisbiseo monótono, para mí incomprensible.
En aquellos años se hacía la procesión del Santo Entierro al anochecer del Viernes Santo. Estremecía el sonido de las pisadas en la oscuridad de la noche, el roce de la ropa al andar, las velas que con su baile dantesco presidían la marcha, y el silencio, el adusto silencio.
Abría la procesión el cura y los monaguillos con las ropas reglamentarias, una gran cruz, incensario y hachas encendidas. Detrás los hombres cargaban sobre sus hombros las incómodas andas con la pesada escultura del Ecce Homo y marcaban el paso a los demás que los seguíamos en un orden establecido: los niños, las mujeres, los hombres. Una luna imponente lo iluminaba todo y dejaba patente la desolación de aquel pueblo tras la pasión y la muerte del Señor. Recorría las calles impregnándolas con un manto de silencio y de respeto solo interrumpido, de vez en cuando, por la palabra monótona y repetitiva del sacerdote que presidía la procesión y los cantos lastimeros de la mujeres.
Al pasar por la cantina de Simeón a mí no se me escapaba que algunos hombres corrían hacia dentro como una exhalación con un vaso de vino en la mano y cerraban la puerta a cal y canto.
Un año la procesión se paró precisamente frente a la cantina y una señora que no era del pueblo, con peineta y mantilla negra, cantó con voz modulada en lamento, una saeta. Qué pesar y desasosiego, austeridad y sentido de la penitencia transmitía la Semana Santa de mi pueblo que el año de la “saeta” lo recuerdo como un alivio en medio de aquel mar vestido de luto en el que la música, el baile o el canto estaban prohibidos.
¡Y no fue más que una “saeta!
Vestida de domingo, con el olor de la ropa planchada con la plancha de hierro metida en la lumbre, entraba en la inmensidad de la iglesia con apenas un palmo de altura. Era para echarse a temblar, grandes telas moradas cubrían los santos y la iluminación de la velas por doquier creaba unas sombras chinescas en movimiento espeluznantes que me hacían contener la respiración y mirar para abajo. Esta actitud mía era entendida por las beatas del pueblo como señal de respeto y devoción y así lo susurraban entre ellas a mi paso para retomar inmediatamente el bisbiseo de sus rezos rutinarios.
Las campanas tocaban a muerto y el ruido de las matracas era ensordecedor. Me impresionaba la devoción de la gente del pueblo esos días y cómo seguía los ritos de la Semana Santa. En el templo: las mujeres con velo negro, a la derecha; los hombres de negro y camisa blanca, con la boina en las manos, a la izquierda y los más remolones, pero que en estas fechas nunca faltaban, atrás, debajo del coro. Todos muy apretados, como los sentimientos que les impulsaban a repetir año tras año aquellas celebraciones con un silencio sobrecogedor que solo era roto por la voz del cura que recitaba o cantaba en latín. Era respondido con un bisbiseo monótono, para mí incomprensible.
En aquellos años se hacía la procesión del Santo Entierro al anochecer del Viernes Santo. Estremecía el sonido de las pisadas en la oscuridad de la noche, el roce de la ropa al andar, las velas que con su baile dantesco presidían la marcha, y el silencio, el adusto silencio.
Abría la procesión el cura y los monaguillos con las ropas reglamentarias, una gran cruz, incensario y hachas encendidas. Detrás los hombres cargaban sobre sus hombros las incómodas andas con la pesada escultura del Ecce Homo y marcaban el paso a los demás que los seguíamos en un orden establecido: los niños, las mujeres, los hombres. Una luna imponente lo iluminaba todo y dejaba patente la desolación de aquel pueblo tras la pasión y la muerte del Señor. Recorría las calles impregnándolas con un manto de silencio y de respeto solo interrumpido, de vez en cuando, por la palabra monótona y repetitiva del sacerdote que presidía la procesión y los cantos lastimeros de la mujeres.
Al pasar por la cantina de Simeón a mí no se me escapaba que algunos hombres corrían hacia dentro como una exhalación con un vaso de vino en la mano y cerraban la puerta a cal y canto.
Un año la procesión se paró precisamente frente a la cantina y una señora que no era del pueblo, con peineta y mantilla negra, cantó con voz modulada en lamento, una saeta. Qué pesar y desasosiego, austeridad y sentido de la penitencia transmitía la Semana Santa de mi pueblo que el año de la “saeta” lo recuerdo como un alivio en medio de aquel mar vestido de luto en el que la música, el baile o el canto estaban prohibidos.
¡Y no fue más que una “saeta!
jajaja los recuerdos de la semana santa: no se podía hablar en voz alta, la música era tétrica y debíamos escucharla, no decíamos malas palabras y menos en esos días. No recuerdo eso de los hombres por un lado y las mujeres por el otro, si vestían de negro...sí que no ingresaban sin la mantilla.
ResponderEliminarLo anecdótico, no estábamos bautizados, mi madre es católica, mi padre protestante, igual los ritos se cumplían.
Abrazos :)
Graciela, cuando lo escribía pensaba y con los cuidados que tenemos ahora con los niños para no traumatizarlos y a nosotr@s que nos metían en ese mundo sin más¡cuántos miedos habremos arrastrado! menos mal que ya los hemos soltado.
ResponderEliminarTe deseo felices días :)
Sí cielo, aparte de otros miedos tenía el de los cementerios y velatorios: se hacían en la casa, la gente que lloraba exageradamente (parecía que así se demostraba el cariño), se tiraban sobre los cajones...allí pequeñita sentada junto a mi madre (madre que solo me engendró).
ResponderEliminarOtra, para el día de los santos y los muertos, viajaba junto a la familia de mi madre, entre ese horroso olor a flores, luego todo el día entre gentes ahhh qué pensarían.
Pienso que a mi velatorio nadie irá, concurro en escasas situaciones, no me gustan las flores, ni los cajones, ni todo ese circo que se arma; a mis hijas les dije que me cremen, no sé si cumplirán mi deseo.
Si, tus hijas cumplirán tus deseos, seguro. Nosotros también lo hemos hecho con mi hermano, era lo último que podíamos hacer para cumplir sus deseos. Pero que lo de tus hijas sea muy tarde, muy tarde, muy tarde,...
ResponderEliminarPor aquí tenemos unos días de vacaciones no sé si vosotros también, de todas formas te deseo felices días con tus personas queridas.
Un abrazo :)
Lo que más impresionaba a mí era ver todas las imágenes de la iglesia cubiertas por enormes telas moradas.
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