Salimos de casa con aspecto somnoliento. Al subir al remolque, ayudados por los dos hermanos mayores, percibimos el viento gélido de la madrugada. No era normal que nos llevaran con ellos; pero ese día, así padre lo había decidido. La calle en la que vivíamos aparecía oculta en la penumbra, se nos hacía extraña. Dejamos el pueblo solitario y silencioso envuelto en la neblina matinal. En el remolque nos encogimos como pudimos para evitar el frío que nos hacía castañetear los dientes y nos provocaba pequeñas chimeneas de vaho que se fundían con la niebla; esfuerzo inútil, pues el traqueteo descomponía nuestras figuras y nos lanzaba a la una contra la otra. No así los hermanos mayores que, apoyados en las cartolas, se dejaban acunar por el movimiento y se hacían los dormidos.
El tractor reptaba ruidoso por la subida del Carramonte. Al llegar al alto del páramo por la zona de Valdesalce, amanecía. Nos apeamos de un salto. Impresionaba el mundo que se abría ante nosotros. Miré a mi alrededor y solo vi una inmensa tierra plana, escarlata, sembrada de cereal; en su línea de horizonte tocaba el cielo. Y de pronto, por el borde de ese horizonte, surgieron unos resplandores rojizos de un inmenso fuego que salía de las profundidades de la tierra en erupción. Comenzó a asomar una grávida esfera radiante envuelta en destellos de luz que disipaban la bruma y lo oscurecía todo. Se hizo un semicírculo de púrpura que nos deslumbraba obligándonos a cerrar los ojos.
Los mayores se agacharon sobre la tierra y empezaron a arrancar las matas de titos indiferentes a lo que allí estaba ocurriendo. Parecía no importarles que el mundo fuera a desaparecer absorbido por aquel punto incandescente que lanzaba haces de luz y fuego por toda aquella tierra de Castilla. Y ascendió suavemente hasta convertirse en un enorme globo ardiente de dimensiones tan gigantescas que lo empequeñeció todo. El efecto me dejó petrificada y me encontré a merced de un misterioso viento que hacía temblar hasta la más pequeña brizna. El temor crecía en mí al sentir que ese sol majestuoso, imponente, iba a engullirnos con su inmensa energía. Mi corazón latía con fuerza y a la vez, con los ojos entrecerrados, no podía dejar de mirar, me fascinaba.
Cuando la esfera se despegó de la tierra, el viento se paró, se encendió la luz del día y todo volvió a las proporciones normales con su quietud natural. La tierra agradecía la suave caricia del sol matinal y yo me sentía feliz y confiada de formar parte de nuevo de aquel universo diurno del que había creído no iba a salir con vida.
Cuando regresamos a casa teníamos un nuevo hermano.
© María Pilar
El tractor reptaba ruidoso por la subida del Carramonte. Al llegar al alto del páramo por la zona de Valdesalce, amanecía. Nos apeamos de un salto. Impresionaba el mundo que se abría ante nosotros. Miré a mi alrededor y solo vi una inmensa tierra plana, escarlata, sembrada de cereal; en su línea de horizonte tocaba el cielo. Y de pronto, por el borde de ese horizonte, surgieron unos resplandores rojizos de un inmenso fuego que salía de las profundidades de la tierra en erupción. Comenzó a asomar una grávida esfera radiante envuelta en destellos de luz que disipaban la bruma y lo oscurecía todo. Se hizo un semicírculo de púrpura que nos deslumbraba obligándonos a cerrar los ojos.
Los mayores se agacharon sobre la tierra y empezaron a arrancar las matas de titos indiferentes a lo que allí estaba ocurriendo. Parecía no importarles que el mundo fuera a desaparecer absorbido por aquel punto incandescente que lanzaba haces de luz y fuego por toda aquella tierra de Castilla. Y ascendió suavemente hasta convertirse en un enorme globo ardiente de dimensiones tan gigantescas que lo empequeñeció todo. El efecto me dejó petrificada y me encontré a merced de un misterioso viento que hacía temblar hasta la más pequeña brizna. El temor crecía en mí al sentir que ese sol majestuoso, imponente, iba a engullirnos con su inmensa energía. Mi corazón latía con fuerza y a la vez, con los ojos entrecerrados, no podía dejar de mirar, me fascinaba.
Cuando la esfera se despegó de la tierra, el viento se paró, se encendió la luz del día y todo volvió a las proporciones normales con su quietud natural. La tierra agradecía la suave caricia del sol matinal y yo me sentía feliz y confiada de formar parte de nuevo de aquel universo diurno del que había creído no iba a salir con vida.
Cuando regresamos a casa teníamos un nuevo hermano.
© María Pilar
holaaa pasen por mi blogg http://www.chatenglish12.blogspot.com.es/
ResponderEliminarI visited your blog and saw that you only want to speak English. You can see this is a Spanish language blog with different topics.
ResponderEliminarThanks for visiting my blog
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