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Puesta de sol camino de Villamediana

El viernes por la tarde dejamos la ciudad de Vitoria fría, gris y lluviosa y nos encaminamos al pueblo de Villamediana, Palencia.
Pasada La Brújula, un derroche de luz y color parece incendiar el ambiente. Nos dirigimos hacia esa luz de poniente, deslumbrante y espléndida que tanto agradecemos.

El cielo está teñido de rojo y fuego, y algunas nubes algodonosas que a esta misma hora pasean, lucen sus mejores galas entre rosas y violetas. Los pueblos, con sus tejados rojos y jaspeados, se arropan en torno a la iglesia de piedra de sillería y campanario. Al abrigo de los vientos fríos de esta época, complacientes, se dejan acariciar por el cálido sol del atardecer. Los campos cubiertos de un manto verde transmiten un olor a humedad y frescor que nos renueva. La silueta de las altas sierras se recorta perfectamente con los rastros de nieve aún sin deshacer y por su cima, los molinos de viento trabajan airosos y competitivos a la vez que nos saludan levantando los brazos. 

Los ríos Arlanzón, Arlanza y por fin el Pisuerga van dejando un rumor de sobresalto al llevar tanta agua que amenaza con desbordarse. Son los Chopos los que acotan su cauce como si de una línea defensiva se tratara.

Cada vez nos acercamos más a nuestro destino. Parece que por fin, nos vamos a encontrar con ese sol inmenso, cuando un cerro se interpone. Hablamos de lo especial que sería aparcar el coche y subir a su cima, pero seguimos avanzando con la ilusión de sobrepasar el obstáculo y disfrutar de ese momento mágico.

Cuando lo conseguimos, desilusión, el sol ha desaparecido y las nubes poco a poco se van despojando de su vestido de fiesta para ponerse el gris que les es más habitual. La oscuridad lo va ocupando todo. 

Una inmensa luna plateada nos vigila por la espalda.

© María Pilar

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