Nieva.
La monótona uniformidad de la nieve oculta el áspero trajín de la ciudad. Su verdad queda borrada con la pureza del manto que la cubre. No así los recuerdos que vienen a mostrarme aquel momento del crepúsculo de un día de invierno en mi pueblo.
La nieve nos miraba agazapada desde los cerros como una raposa dispuesta a saltar el corral. Su mensaje de frío nos lo traía el viento. Por la calle nos soplábamos las manos para calentarlas y nuestras bocas parecían chimeneas echando humo.
Un día, al levantarnos, descubríamos que se había hecho dueña del pueblo. Caía densa, suave, silenciosa. Nuestros ojos de niños acompasaban su ritmo con una mirada lánguida. A veces, dibujábamos un corazón con un dedo en el vaho de los cristales y algunos copos se salían de la uniformidad para adherirse divertidos al corazón de nuestra ventana. Eran tan encantadores que sentía ganas de atraparlos con la lengua para saborearlos.
No era una nieve pasajera, no; se hacía dura y recalcitrante. Todo lo igualaba, y serenidad, no era la palabra; más bien, producía un silencio que abrumaba. A los hombres se les paralizaba el tiempo porque no podían salir a trabajar y por las mañanas nos despertábamos con el chocar de las palas que limpiaban las aceras y abrían caminos para poder transitar.
Los niños estábamos nerviosos por salir a la calle, con caminos o sin ellos. No ocurría nada excepcional, por eso nos gustaba tanto la calle, porque no pasaba nada, salvo que vivíamos en plenitud nuestra libertad.
Entre los niños de la calle estaba Mikel, regordete, de pelo rojizo y pecoso. En sus ojos marrones había unos destellos color miel que agudizaban el punto infantil de ingenuidad en su mirada. Sus aires de ciudad, de los que nunca llegó a desprenderse, cobijaban una mente inquieta que campaba a sus anchas por los espacios de la imaginación. Reía de manera abierta, nos contagiaba. El ser hijo del veterinario, que acababa de llegar, no fue una barrera para entrar en nuestra pandilla, nosotros sabíamos hacer potroso al más pintiparado si era tan divertido como Mikel.
Aquella tarde, los copos de nieve se desvanecieron para abrir un hueco en la tormenta que permitía ver la luz. Salí con Edu y Mikel sin más propósito que zangolotear por ahí. Una tarde de invierno más. Lucía un sol radiante y el viento helador nos cortaba la cara. Percibíamos el olor a humo de las chimeneas de leña, el crujir de la nieve bajo nuestras botas rompiendo el silencio y, de vez en cuando, el golpear de los bloques helados que caían de los tejados. El crepúsculo nos marcaba la hora para volver a casa y teníamos toda la tarde por delante.
Lo que daría por parar el reloj en ese instante y que no llegase el atardecer. Teníamos ocho años y nos creíamos mayores. Nada había sucedido aún.
En El paseo, a la altura del baile, nos encontramos un muñeco de nieve con una larga nariz de zanahoria. Edu le marcó la boca, grande, sonriente y unos ojos muy expresivos. Yo le puse tres piedras de botones para cerrar el abrigo a la altura de su voluminosa barriga. Mikel, su bufanda de lana. Le dije que se parecía a él y me dio de lleno en la espalda con una bola de nieve. Emprendimos una guerra de bolazos. Alborozados corríamos para ponernos a salvo tras los plátanos mientras cogíamos puñados para tirar. A nuestro alrededor, surcaban el aire partículas de nieve dura. Se nos pegaban al gorro y al abrigo. Teníamos las manos doloridas y las mejillas irritadas.
—¡Qué divertida es la nieve! —gritó Mikel.
Me escondí justo a tiempo de oír los dos «plof, plof» en el árbol que se desperezó y me sacudió encima la nieve de sus ramas. Me convirtió en un muñeco de nieve andante.
Entonces nos fuimos a los lavaderos. Parecían dos pistas de patinaje. Iluminados por los últimos y tenues rayos de sol, veíamos un paraje diferente al que estábamos acostumbrados. Mikel lo observaba con una fascinación irresistible. Se acercó a la difusa orilla. Golpeó con el tacón de la bota varias veces. Muy confiado nos dijo que se podía cruzar. Lo miramos asustados. Él sonrió desafiante. Pisó el borde, tanteando. Y resuelto, con los destellos color miel de sus ojos mirando al frente, dio un paso, otro, otro… En ese minuto de nervios, con el corazón en un puño, ocurrió todo. Una grieta resquebrajó la placa helada y Mikel empezó a tambalearse. La angustia escapó de su garganta en un grito desgarrador que reventó el silencio. Y llegó el ruido de trueno. El hielo abrió su boca de monstruo y un «glub, glub» rápido, angustioso, enloquecedor, lo tragó.
Nos quedamos solos con un miedo gélido.
Aquel momento, en medio del creciente frío impregnado del olor del humo de las chimeneas, se metió en algún lugar de mi mente donde se cocinan los terrores. Y, aunque el paisaje nevado con muñecos de nieve pertenece a un mundo lejano que ya no volverá, el terror se despierta de vez en cuando para recordarme que su imperio no ha muerto.
* Potroso - Gentilicio de Villamediana
Con lo divertido que estaba siendo, pero un relato es un relato y tu los escribes de maravilla. el final ha quedado bien. Abrazucos
ResponderEliminarGracias, Ester. Un fuerte abrazo.
Eliminar¡Hola, Mª Pilar! Jo, de esas historias que te dejan el cuerpo malo. Cualquier historia de niños con un final como este nos deja ese amargo sabor de asistir al final de la inocencia por la vía más cruel y trágica. Magnífico relato. Un abrazo!!
ResponderEliminarSí, es verdad, muy cruel y dolorosa, pero me rondaba por la cabeza y la he tenido que sacar porque no me dejaba escribir otra cosa. Eso que hace tiempo que no leo a Flannery O'Connor.
EliminarGracias por pasarte por aquí. David.
Un fuerte abrazo.
Muy buen relato con un buen suspenso y un genial final. Te mando un beso y te deseo un buen fin de semana
ResponderEliminarGracias, Citu. Um beso y ¡feliz 2021!
EliminarImpresionante, María Pilar. No has perdido la forma en el 2021, sino todo lo contrario. Espero que sea muy feliz para ti y los tuyos.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Lo mismo, Chema, ¡un muy feliz año 2021!
EliminarUn fuerte abrazo.
me gusta como escribes me ha llevado de tu mano recorriendo el camino de tus palabras
ResponderEliminarGracias por leerme y dejarme tus impresiones.
Eliminar¡Feliz 2021!
Es de esperar que saliera mojado, aterido de frío, con menos ganas de aventura pero sí de corretear otra vez.
ResponderEliminarBesos.
Seguramente no fue más el niño inocente que era, tal vez más precavido.
EliminarBesos, Alfred.
Excelente e impresionante relato, Pilar!!
ResponderEliminarFeliz Año Nuevo para vos y los tuyos, Amiga!!
Lau.
Hola, Lau, aquí la nieve no cesa, pero con la fuerza del carió te deseo muy feliz año 2021 y un abrazo inmenso.
EliminarPilar.