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La cigarra y la hormiga

Nada anunciaba algo diferente.    Por la noche, cuando se iluminaban las calles de manera que la ciudad se teñía de un gris ceniciento, Carlos, de cuarenta años, salía de casa para divertirse con sus amigos. Todos desocupados, con demasiado tiempo libre para regodearse en sus inmaduras diatribas tabernarias.  Olas humanas hormigueaban por las calles estrechas del Casco Viejo de la ciudad. El viento intercambiaba franjas de músicas, a todo volumen, entre voces humanas. Los camareros sudaban haciendo equilibrios con las bandejas cargadas de bebidas, y los jóvenes desinhibidos se entregaban al disfrute de la vida.  Nada anunciaba algo diferente.  Al regresar a casa y abrir la puerta, Carlos, en estado ebrio, se dio un susto de muerte. Allí estaba su madre, como una momia. La mujer, a punto de jubilarse, con los maxilares apretados, contenía la rabia a punto de explotar, mientras lo interrogaba con ojos lacerantes e intensos, como si sondeara las profundidades de su alma. Él se puso torvo

Un paseo por el cementerio

El turismo de cementerios está cada vez más en boga. Cuando viajamos, visitamos los más grandiosos para encontrarnos con auténticos parques, museos donde reposan celebridades de siglos pasados y, sobre todo, para descubrir la cultura del lugar respecto a la muerte.  Un ejemplo de ello son los cementerios parisinos. Mausoleos suntuosos ante los que te sientes observada por el mutismo de sus estatuas. Parecen competir con el afán de perpetuar en el recuerdo lo que su dueño o dueña fue en vida. Lo apacible del paraje te invita a recorrerlo. Las tumbas históricas, el encontrarnos con nombres muy conocidos y las anécdotas junto con los epitafios más sonados hacen que los recorramos con un espíritu muy lejano al de la muerte, el dolor o las lágrimas.  Como contraposición, yo pondría al viejo cementerio de Praga donde nos encontramos cientos de sencillas lápidas amontonadas sin orden ni concierto en un estado de asfixia total.  En todo caso, los cementerios siempre marcan una realidad difere

Un fantasma en mi IPad

Era un día gris de noviembre y los relojes daban las trece. La cálida luz de la lámpara sobre mi rincón de lectura me aportaba intimidad. Apenas me sumergí en la historia del libro que estaba leyendo, cuando algo me sacó de mi quietud y me puso nerviosa. No era el viento que zumbaba en los cristales del balcón y zarandeaba con fuerza los árboles de la plaza, doblegándolos y partiendo sus ramas. Se hizo el silencio. El silencio angustioso del miedo a algo que se presiente, sin verlo. Como cuando en un sueño quieres huir y el barrizal que pisan tus zapatos te impide avanzar. Un eco de pasos y un crujir de ropas que se arrastraban trajo a la pantalla del iPad una imagen siniestra, vinculada al mundo de los muertos. Encapuchada y cubierta con una capa negra, sus ojos oscuros brillaban iluminados de maldad. Aterrada por el miedo, mis pupilas no podían dejar de seguir la luz brillante que irradiaban sus cuencas, me tenía atrapada en su red de araña. Temerosa, giré la cabeza por encima d

La casa de arena

El placer de tener un libro en las manos es indescriptible. Si ese libro es tu ópera prima con la que has dado el paso a incursionar en el viaje por el mundo de las letras, ¿Qué os puedo decir?  ¡Qué nervios al abrir los paquetes! Como si fuera una niña ante el mejor de los regalos. El tamaño del libro, el número de páginas, el olor a nuevo..., de los que se dejan acariciar cuando los coges y ya no los puedes soltar.  El ritual de hojearlo, ver la portada y contraportada, abrirlo con mimo, sostenerlo en una mano mientras se abre y vas pasando las hojas... ¡Qué placer!  La cubierta tan original con ese diseño exclusivo de la ilustradora Celia Sendino Moreno: esa gran puerta de La Casa de Arena semiabierta, invita a pasar sin llamar y poder disfrutar de su fascinante travesía.  La Casa de Arena es un libro de relatos en los que el mundo rural cobra el protagonismo, en especial el pueblo de Villamediana, que define el universo de los personajes. Son historias de distintos géneros. Fragm

Las tres Marías

  Una de las ventajas de madrugar es la de disfrutar del amanecer, disponer de un momento de paz y calma durante ese tiempo, mientras todos duermen, y más cuando conseguir madrugar es una tarea sencilla para mí porque me la pide el cuerpo. Cada persona es un mundo y a mí no me cuesta madrugar.  Si he descansado bien las horas que necesito, me levanto pletórica de actividad, con la ilusión de afrontar el día. Además, cuento con ese momento extra para disfrutar de la mañana en soledad y silencio, para ser más consciente del presente y de todo lo que me rodea. Así, es un deleite pensar en el nuevo día que tengo por delante. Puedo empezar degustándolo. Sin prisas.   Siempre salgo a la terraza para observar el mundo que me rodea y respirar, profundamente, el aire fresco del amanecer. Contemplo la ciudad dormida. A la derecha, mirando al norte, está la mole oscura del monte Gorbea, como un tótem protector de todos nosotros. Él no duerme. Lo miro, sonrío y le doy los buenos días. Él siempre