En la cima del monte llamado El cerrillo hay un árbol. Solo uno, sin hermanos ni descendencia. Obstinado en su afán por sobrevivir, planta cara a las inclemencias del tiempo. Tiene ya muchos años y es de apariencia frágil, pero se crece ante las dificultades y sigue sin doblegarse a pesar del viento que con terrible furia intenta quebrarlo. “¡Largo de aquí, impostor, que esta montaña es mía!”. Él, astuto y valiente, deja pasar entre sus ramas las intensas ventoleras y así, una y otra vez, logra salvarse.
Cuando la niebla cubre el monte y se adueña del pueblo, aguanta el silencio húmedo del que sale cada vez más sabio. ¿Y qué decir de la tormenta enloquecida que pretende fulminarlo con ráfagas de fuego seguidas del fragor del trueno? ¡Cuánta angustia pasa replegado sobre su cuerpo de madera! Logra sobreponerse porque, impregnado de memoria, se repite una y otra vez: “Pasará, esta también pasará”. Asimismo, la nieve lo viste con su blanca estampa y las crueles heladas le muerden los brazos, con lo que el pobre árbol tiembla de frío y de miedo a la vez.
Al asomar el sol por la cima del monte, la luz del Cerrato, intensa y diáfana bajo un cielo azul sin matices, se queda suspendida sobre él con el propósito de mantenerlo vivo para siempre. ¡Qué cosquillas de vitalidad le recorren por el cuerpo! Se expande, mueve las ramas, sacude la gélida presencia que lo atenazaba y renueva las hojas para manifestar su vitalidad.
¿Cómo llegó a ese lugar sin arboleda? Su origen se desconoce. Cuando los habitantes del pueblo levantaron la vista, el árbol solitario ya estaba allí. Tal vez la semilla fue transportada desde lejanas tierras por una cigüeña migratoria que la dejó caer al cruzar; quizá el viento la arrastró hasta ahí. Lo cierto es que aquella semilla halló refugio en el resistente humus que cubre la roca, y sus raíces se abrieron camino entre la aridez de los bloques de yeso para saciar su sed, donde la piedra horadada da forma de cuenco al agua. Y sigue con la inmensa tarea de ser el faro del gran mar sin mareas que tiene a sus pies, sin competir con la verticalidad de la torre de la iglesia y el nido de cigüeñas. A la derecha ve las casas apiñadas del pueblo varado en “un mar gris y violáceo en invierno, un mar verde en primavera, un mar amarillo en verano y un mar ocre en otoño, pero siempre un mar”, como dijo Miguel Delibes.
Pasan las estaciones, pasan los años y ahí está el árbol solitario, toda una leyenda. Estable y seguro, como un ser protector, vigila. Abre los brazos a los pájaros que exaltan su existencia con sus trinos. Multitud de insectos lo visitan, acoge en su sombra a los agotados caminantes, y recibe con alegría las voces de los niños que se acercan para admirarlo. “¡Mira, hemos llegado al árbol solitario!”. “Dice mi abuelo que tiene más de cien años”.
El tiempo ha marcado su ADN con la sabiduría de los vientos vencidos, la robustez de las heladas soportadas y la utilidad de ser luz como la que él recibe del sol. En su memoria de árbol se encuentra la magia y el encanto de contar historias maravillosas. Solo tienes que pararte a escucharlo.
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