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Volar pegados es volar

                       #cienciaficción En aquel entonces no parecía haber límites para mi trabajo. Era esbelta, bonita y ágil como un insecto. La fotografía espacial a la que me dedicaba llenaba mi tiempo. Con puntualidad alemana enviaba las imágenes a los científicos de la estación DLR que dejaban los sensores acústicos abiertos para que oyera los aplausos con los que las recibían. Y sin pérdida de tiempo se concentraban en el trabajo para lograr el mapa tridimensional más completo de los realizados hasta ese momento del planeta Tierra. Supongo que para mentes tan cuadriculadas puede llegar a ser sencillo el tener una idea tan compleja y plasmarla. Lo mío era mucho más simple: transmitir momentos. Llevaba tres años trabajando sola cuando un encuentro cambió el rumbo de mi vida. Recuerdo que había fotografiado unas pequeñas islas justo antes del atardecer. El mar empezó a agitarse y contemplé los apasionantes compases de tango entre las olas encrespadas y los acantilados vertigin

Un amor imposible

Urjauzi y Otsoa eran pastores de la zona del Gorbea y grandes amigos desde la infancia. Sucedió que cierto día Urjauzi oyó de pronto un dulcísimo canto mientras pastoreaba su rebaño por las campas de Gujuli. Se sintió tan atraído por aquella maravillosa melodía que se olvidó del ganado y raudo se adentró en la espesura del bosque. El sonido de sus pisadas sobre las hojas caídas que rezumaban humedad rompía el silencio y tapaba otros ruidos apenas perceptibles que hacían pensar en seres del bosque que lo observaban sorprendidos con los ojos bien abiertos. Los troncos de los robles centenarios adquirieron rasgos de monstruos como en los cuentos, el olor a tierra húmeda hacía irrespirable el lugar y la espesura lo envolvía todo con su misterio, pero Urjauzi no fue consciente de esas señales. Al acabar una pronunciada bajada, separó unas ramas de sauce y pudo contemplar la quietud de las aguas de la laguna de Lamioxin de la que procedía el canto que lo encandilaba. Sentada en una roca, con

Qué solo está el banco del parque

En la familia se dice que la época para morir es el otoño, por lo de la caída de la hoja supongo o porque en varios familiares así se ha cumplido. Pero ella no, no hizo caso a esa habladuría familiar como tampoco lo hizo, a lo largo de su vida, a tantas y tantas normas sociales. Su carácter independiente y libre se forjó en las épocas duras que le tocó vivir. Una guerra fratricida y la oscura posguerra cuando escaseaban los alimentos esenciales. Sabía de estraperlo y cartillas de racionamiento, de restricciones y vida penosa en la dictadura. Se casó, tuvo hijos, los sacó adelante. Algunos se le fueron antes que ella y ese dolor de madre sí le hizo mella, lo llevaba muy dentro. Remontó, volvió a sonreír, a bailar en las fiestas familiares, ¡cómo le gustaba bailar! Y hablar con la gente; le eran fáciles las relaciones sociales. Contaba historias que le habían ocurrido, con mucho ingenio. A veces ponía cara de enfadada y otras, partiéndose de risa, tanto, que nos contagiaba. Habría sido

Rebelión en Ataria

Aitor salía de comer del Ruta de Europa cuando oyó el móvil. Al ver el prefijo de Francia tuvo un mal presentimiento. Lo dejó pasar. Se cerró el anorak y corrió hasta el camión para protegerse del frío polar que asolaba la ciudad. Con las manos heladas conectó el motor y partió hacia Pamplona, su próximo destino, con música de jazz a volumen bajo. Volvió a sonar. Pulsó aceptar con el corazón en un puño. —¡Qué hostias pasa, tío! ¡¿Por qué no contestas?! —La voz autoritaria le confirmó lo que intuía. —¡¿Quién coño eres?! —le contestó intentando ocultar su nerviosismo. —Mira, Ortzi, a mí no me vaciles. Tenemos un trabajo para ti. «Ortzi —pensó—, el seudónimo que muy pocos conocían». Rememoró su época de estudiante ahogándose entre botes de humo, gritos, tiros y, después, silencio. Y en el silencio, agazapado, el miedo. Un profesor lo reclutó, junto a otros compañeros, para luchar por la libertad del pueblo. Más tarde, tuvieron su propia revolución interna y el ala dura se hizo c

Nunca me abandones

La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que, con sus silbidos envueltos en hollín, deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por las montañas inabarcables del País Vasco. De mañana, su padre la lleva a la estación. Le coloca la maleta en el estante superior del compartimento y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que sentarse; junto a la ventana. —No me dejes —le dice ella. —Nunca. Ya sabes lo mucho que te quiero —le contesta revolviéndole el pelo. La atrae hacia sí y la abraza a la vez que le pregunta: «¿Lista para tu aventura?» María hace un gesto afirmativo con la cabeza gacha. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. Con el sonido estridente del pitido, el tren se pone en marcha y la figura del padre se empequeñece hasta quedar reducida a un punto inexistente. A ella le invade una sensación ex