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El pastor del Gorbea

«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (6)  —¡Qué frío! —dijo la joven que tomaba una cerveza en una terraza.   —No hay derecho —se quejó su acompañante—. En pleno agosto y congelándonos.   —¡Qué nos vendrá en invierno! —añadió el tercero.   Vieron que se acercaba el pastor del Gorbea y muy enfadados fueron a por él. ¡Había fallado en los pronósticos aposta!   Él, retorciendo la txapela entre las manos, les decía que el monte no le había hablado. Pero nadie le hacía caso. Dolido decidió subir hasta la cima para preguntarle:   —¿Por qué no me avisaste? ¿Acaso no ves lo agresivos que están conmigo? Si no llego a zafarme de ellos me habrían pateado.  El monte se agitó y el pastor emocionado oyó de nuevo la voz ronca y profunda que salía de las entrañas de la tierra:   —Mi silencio es la mejor respuesta a tus preguntas. ¡Escúchalo! —Quizás, los tintos  de más me están ofuscando la mente —confesó avergonzado el pastor

La vecina

Proyecto Bradbury:  «Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (3) La mujer que está asomada a la ventana envidia la vida  de sus vecinos. En el patio de la planta baja, trabajan sin descanso ante su atenta mirada. Él canturrea mientras parte la leña con un hacha. El invierno es muy crudo en el pueblo y va apilando un buen montón de troncos para calentarse. Ella lava ropa en una pila con agua helada. Tiene las manos agrietadas. Mira a su marido y ante el coraje de este sonríe. Moriría si le faltara. A veces, le gustaría darle un abrazo, así, sin más. Se reprime por esos ojos de arpía siempre tras la ventana. Por eso, ante la mirada persistente de la vecina, se le ocurre poner una cuerda cruzando el patio de lado a lado, para tender las sábanas. Así tienen algo de intimidad.    La vecina enfurecida saca un palo de escoba y retira las sábanas. El hombre, enérgico, agarra el palo y ella lo insulta y forcejea con sus manos ar

El joven librero

Proyecto Bradbury:  «Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (2) Miró a su mujer como si fuera la primera vez que la veía. Tras un momento de perplejidad, le preguntó titubeando, con desasosiego:   —¿Y tú, quién eres?   —Soy aquella joven apasionada por la pintura. El amarillo era mi color, por eso pintaba girasoles como Van Gogh. La que sentía predilección por los atardeceres otoñales y las puestas de sol sobre el pantano. La que te contaba historias, de noche, cuando tendidos de espaldas contemplábamos el cielo estrellado. Esa que no quería joyas y se puso una luciérnaga de anillo que producía en mi dedo destellos de luz. La que se despertaba a tu lado echa un ovillo porque tenía pesadillas. La adolescente con trenzas que compraba libros a un joven librero que vestía traje azul.   —Vaya —le contestó él—. Ha sido verte y sentir como si lleváramos toda la vida juntos.    «Es cuestión de tiempo que coree mi nombre de nue

Intemperie

Proyecto Bradbury:  «Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (1)  Era un mediodía del mes de agosto. Acompañaba a mi hermana mayor a la botica que estaba en otro pueblo, a cuatro kilómetros. En el camino nos topamos con Perico, el burro del vecino, atado por el ronzal a una piedra. Con cautela nos lo llevamos.   «Móntate. Yo te ayudo», dijo mi hermana. Me lanzó con tanta fuerza que fui a caer al otro lado. «No creo que sea tan difícil. ¡Agárrate a la crin!», insistió. «¡Venga, arriba!» Me agarré fuerte, pero Perico, con un trote desmañado, acabó conmigo en el suelo.   Entonces, con la cabeza gacha y las patas esparrancadas, se negó a dar un paso más. Desesperadas con aquel asno, bajo los ardientes rayos del sol, nuestros pies se arrastraban pesados levantando el polvo del sendero. El campo alrededor, hasta donde la vista nos alcanzaba, se veía encendido de luz, sin una brizna de sombra. En el momento que bajábamos l

Un pueblo para volver

El tiempo de pandemia se ha ido deslizando con desesperante lentitud. Por fin, con la pauta completa de la vacuna, la idea de volver al lugar en el que nací me entusiasmaba a la vez que sentía nervios. Siempre produce impresión el encontrarte con personas a las que no has visto desde hace mucho tiempo.   El pueblo es como uno de esos barcos amarrados entre suaves lomas, con esa luz especial que tanto añoramos los que vivimos en el norte del país. En compañía de Ana Mary, el hilo que me mantiene apegada a mis orígenes, recorremos el amplio y solitario paseo sombreado con plátanos y nos metemos en las viejas calles de la infancia. Mi vista las transita libremente confrontando recuerdos con la impresión de que la vida discurre como siempre, inalterada. La brisa nos trae aromas de plantas aromáticas y escuchamos el canto del hermoso pavo real en un jardín antes de pasar por la casa de los pájaros. De repente, algunos cambios me conectan con la modernidad del momento. Llamo modernidad a l