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Érase una vez

   Esta es la historia de una gatita siamesa que quería ser adoptada. Había nacido en un chamizo abandonado donde la madre, una gata asilvestrada, se había refugiado para parir a sus seis retoños. Un día, nuestra gatita se acercó a la valla que separaba las fincas. Del otro lado escuchó voces alegres de humanos. ¡Podían ser sus cuidadores! Como los de Lola y Simón, dos perros del chalet de enfrente, o los del gato negro, unas viviendas más allá. A ellos los habían adoptado. ¿Por qué no podía serlo ella también? Esa era su ilusión. Soñaba con tener una familia que la quisiera, que le pusiera un nombre y así ser única. Ya se veía con un espacio para ella sola dentro de la casa. Los dueños jugaban con ella, le acariciaban la piel tan brillante como sedosa y dormitaba en una cálida manta mientras ellos miraban la televisión. Además, le daban siempre las comidas que tanto le gustaban y, sobre todo, le dejaban moverse en libertad.  Esta es la historia de una joven pareja , Pablo y Leire,

Un hombre solo

     Del tío Faustino nunca se supo que estuviera enamorado. Tenía tantos años que ni él mismo alcanzaba a contarlos. No porque fuera coqueto, sino porque desconocía cuando había nacido. Así y todo, viejo, delgado y pequeño de estatura, se movía con agilidad. Con las botas desgastadas, recorría todos los días los cuatro kilómetros que lo separaban de su huerta, único recurso que tenía para su sustento.   Cuando el frío era tan intenso que la nieve se hacía dura y los carámbanos colgaban como cuchillos amenazantes de los tejados, pasaba el día al calor de la estufa en casa de unos familiares lejanos. Se sentaba en un rincón para no molestar, y permanecía en silencio. Todo él desprendía un halo de vulnerabilidad, lo que le convirtió en el hazmerreír de los hijos de la familia que le lanzaban puyas ofensivas hasta que lo sacaban de sus casillas. Entonces, los miraba visiblemente alterado como si quisiera decirles algo, pero sabedor de que no le harían caso, sacudía la cabeza y envuelto e

Los carámbanos

En aquel pueblo, los carámbanos colgaban de los tejados. Eran seres esbeltos, firmes y duros como un cristal de cuarzo. Entonces, el día lucía espléndido y un sol radiante iluminaba cada rincón del pueblo. Los témpanos expuestos al sol se hacían trasparentes y, durante un instante, se mostraban hermosos, brillaban como diamantes. Pero cómo proteger lo fugaz bajo el sol. Enseguida empezaban a derretirse. Su vida era tan efímera que gruesas lágrimas resbalaban por su cuerpo y, tras un momento de indecisión, se precipitaban al suelo.  No te puedes enamorar de lo que tan rápidamente desaparece y te deja el vacío de la ausencia. A no ser que ames tan rápido y con tanta intensidad que logres aprehender su esencia. Como cuando de niña subí al Cerrillo para captar el arcoíris. Abrí el gran botón del bolso del abrigo y logré que se metiera en él. Lo cerré con él dentro y, aunque no lo abría para que no se escapase, lo palpaba por fuera. Sentía un calor en la mano que me hacía saber que se

Reseña de El baile de las locas

Autora: Victoria Mas Editorial: Salamandra Género: Narrativa Páginas: 235 Ya no son esposas, madres o adolescentes, ya no son mujeres a las que se mira y se tiene en cuenta, ya nunca serán mujeres a las que se ama o desea. Son enfermas. Locas. (pág. 20) El baile de las locas nos presenta un grupo de mujeres muy especiales, únicas, con aspiraciones y sueños que fueron truncados por las ideas dominantes de la época en la que nacieron.  La autora, Victoria Mas, se ha basado en un hecho histórico para recrear la vida real del hospital psiquiátrico Saltpêtrière en el París de 1885. Dirigido por el doctor Charcot, reputado neurólogo sin escrúpulos, estudiaba la histeria experimentando con las locas  a las que orgulloso mostraba en público en sus sesiones de hipnosis.   En la novela, el pabellón de las histéricas está formado por un grupo de mujeres que, por diferentes circunstancias de la vida, se las consideró enfermas mentales, histéricas o epilépticas. También encontramos mujeres que habí

El obispo enamorado

Érase una vez un obispo que vivía en un palacio. Vestía túnica hasta los talones color amaranto, un solideo del mismo tono y llevaba una cruz colgada sobre el pecho.  Una mañana entró en la catedral por la puerta de la sacristía para recoger un pequeño libro de meditaciones que había dejado sobre el altar. Casualmente, levantó la vista hacia la nave central y sus ojos se encontraron con los de una joven que, sentada en un banco, le miraba fijamente. Ella no bajó la vista, simplemente se levantó y con elegancia femenina, recorrió el pasillo hacia la puerta de salida.  Él se quedó absorto durante un tiempo. Algo que hasta entonces se había mantenido en reposo se estaba rebelando en su interior y comenzaba a desasosegarlo. Parecía que la fortaleza que había construido en torno a sí mismo para ser un digno merecedor de su cargo, y vestir un día la sotana blanca de treinta y tres botones, los zapatos rojos y el anillo del pescador, estaba a punto de resquebrajarse ante una mujer.  Por eso