En aquel pueblo, los carámbanos colgaban de los tejados. Eran seres esbeltos, firmes y duros como un cristal de cuarzo. Entonces, el día lucía espléndido y un sol radiante iluminaba cada rincón del pueblo. Los témpanos expuestos al sol se hacían trasparentes y, durante un instante, se mostraban hermosos, brillaban como diamantes. Pero cómo proteger lo fugaz bajo el sol. Enseguida empezaban a derretirse. Su vida era tan efímera que gruesas lágrimas resbalaban por su cuerpo y, tras un momento de indecisión, se precipitaban al suelo.
No te puedes enamorar de lo que tan rápidamente desaparece y te deja el vacío de la ausencia. A no ser que ames tan rápido y con tanta intensidad que logres aprehender su esencia. Como cuando de niña subí al Cerrillo para captar el arcoíris. Abrí el gran botón del bolso del abrigo y logré que se metiera en él. Lo cerré con él dentro y, aunque no lo abría para que no se escapase, lo palpaba por fuera. Sentía un calor en la mano que me hacía saber que seguía allí.
En las zonas umbrías la sombra se atrincheraba y los carámbanos perduraban. Terribles témpanos de hielo afilados como cuchillos. No, estos no me gustaban, me atemorizaban. Me encandilaba lo fugaz, como aquel amor de verano en las fiestas del pueblo, disfrutar de una puesta de sol y el magnífico espectáculo de colores en diferentes rojos que se produce en el cielo o la incomparable felicidad de la sonrisa de un niño. ¡Qué pronto se diluyen, se desdibujan y desaparecen! Pero aprendí que la vida era eso, instantes pasajeros vividos plenamente que permanecen como experiencias eternas.
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