Érase una vez un obispo que vivía en un palacio. Vestía túnica hasta los talones color amaranto, un solideo del mismo tono y llevaba una cruz colgada sobre el pecho.
Una mañana entró en la catedral por la puerta de la sacristía para recoger un pequeño libro de meditaciones que había dejado sobre el altar. Casualmente, levantó la vista hacia la nave central y sus ojos se encontraron con los de una joven que, sentada en un banco, le miraba fijamente. Ella no bajó la vista, simplemente se levantó y con elegancia femenina, recorrió el pasillo hacia la puerta de salida.
Él se quedó absorto durante un tiempo. Algo que hasta entonces se había mantenido en reposo se estaba rebelando en su interior y comenzaba a desasosegarlo. Parecía que la fortaleza que había construido en torno a sí mismo para ser un digno merecedor de su cargo, y vestir un día la sotana blanca de treinta y tres botones, los zapatos rojos y el anillo del pescador, estaba a punto de resquebrajarse ante una mujer.
Por eso, rezaba con más fervor que nunca, pero sus pensamientos de manera involuntaria volaban hacia la joven. A su edad adulta, era la primera vez que se sentía incapaz de controlar su pensar. Aquel desorden le causaba fatiga, malestar y acritud con los demás. Pasaba como flotando por los asuntos de su vida diaria. Hiciera lo que hiciera, su cabeza estaba dando vueltas a lo mismo. Se sorprendía y a la vez le aterraba sentir deseos de verla entrar de nuevo en la catedral. Su gran temor era que se desvaneciera sin dejar rastro. Solo suponerlo le hacía temblar de miedo. No podía conciliar el sueño.
Pronto trascendió su lucha interior a todo su entorno. Un monaguillo había sorprendido al sacerdote quedarse callado observando fijamente las puertas abiertas de la catedral mientras oficiaba. Otro lo había visto salir corriendo del altar de la Santa Patrona como sombra que se lleva el diablo. Entre ellos hacían señales moviendo el dedo índice en la sien. La rectitud del obispo era conocida en toda la diócesis y estos hechos sirvieron para que muchos, de manera maliciosa, interpretasen su virtud como mera arrogancia.
Se acercó a la imagen de la Virgen, la Madre de Dios, a la que tenía devoción desde niño y cayó de rodillas implorando piedad. Cuál no fue su pavor cuando en la misma cara de la Virgen se le superpuso la de la joven que lo miraba. Su universo quedó reducido a los dos y ella le daba la espalda con aquel andar tan elegante como seguro. El obispo se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Allí estuvo largo rato con un llanto que le recorría el cuerpo con leves sacudidas.
Comprendió que el rezo y la reflexión interior no le hacían bien. Decidió apartarse durante un tiempo de sus obligaciones y tomarse unas vacaciones, viajar, dispersarse, cambiar de rutinas.
Optó por aislarse unos días en las montañas de su tierra que tan bien conocía. La naturaleza, sabia, le trascendía a lo espiritual. La luz del sol iluminaba el bosque. Nunca antes había vislumbrado el bosque con tanta intensidad. Se abrazó a un roble de una manera casi sensual. El verde brillante de los árboles, la fragancia de la lluvia, la elegancia del ciervo o la majestuosidad del águila adquirían una forma colorida y alegre que le hablaba de amor. El amor a la creación y el amor puro del enamorado.
Ese era el nombre que siempre había sabido y se resistía a pronunciar. No era una esclavitud enamorarse y mucho menos un acto impuro. Por primera vez se dio cuenta de que no renunciaba a sus creencias y principios, sino que dentro de ellos había una puerta cerrada para él y una fuerza superior se la había abierto. El universo creado por el Dios en el que creía era amplio, sin trabas contradictorias, con principios claros.
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