Del tío Faustino nunca se supo que estuviera enamorado. Tenía tantos años que ni él mismo alcanzaba a contarlos. No porque fuera coqueto, sino porque desconocía cuando había nacido. Así y todo, viejo, delgado y pequeño de estatura, se movía con agilidad. Con las botas desgastadas, recorría todos los días los cuatro kilómetros que lo separaban de su huerta, único recurso que tenía para su sustento.
Cuando el frío era tan intenso que la nieve se hacía dura y los carámbanos colgaban como cuchillos amenazantes de los tejados, pasaba el día al calor de la estufa en casa de unos familiares lejanos. Se sentaba en un rincón para no molestar, y permanecía en silencio. Todo él desprendía un halo de vulnerabilidad, lo que le convirtió en el hazmerreír de los hijos de la familia que le lanzaban puyas ofensivas hasta que lo sacaban de sus casillas. Entonces, los miraba visiblemente alterado como si quisiera decirles algo, pero sabedor de que no le harían caso, sacudía la cabeza y envuelto en su pelliza se marchaba seguido de un coro de risotadas sin ninguna consideración.
Un día, hubo un terrible accidente en la carretera general. La conocida carretera de la muerte lindaba con su huerta por el sur. Él estaba allí, encorvado, sembrando patatas. El choque frontal de dos turismos con gritos entre las llamas, trozos de cuerpos expandidos y sangre, mucha sangre, hizo que se irguiera y se quedara quieto, parado. En esos momentos, sus ojos diminutos eran la viva expresión del terror.
—Usted lo ha visto todo, ¿verdad?— le preguntó un guardia civil.
El tío Faustino movió la cabeza afirmativamente.
—Entonces, será testigo principal. En su momento iremos a buscarlo —añadió el de «La Benemérita».
Le cambió la vida. A partir de ese momento, en torno a él todo era silencio. El silencio tenso de que algo muy grave le iba a ocurrir. Su cara surcada por las dificultades para sobrevivir siempre en soledad, ahora aparecía atormentada por los miedos que lo asolaban. Empezó a sufrir manía persecutoria. De la mañana a la noche estaba inquieto. Creía que la Guardia Civil vendría a buscarlo en cualquier momento. Lo meterían en prisión. El más mínimo ruido le ponía en tensión y murmuraba: «Ya vienen a por mí. Ya viene el guardia a llevarme».
No lo resistió, perdió las ganas de vivir, abandonó lo que más quería: la huerta, y se ocultó en su casa que cerró a cal y canto sin más alimento que las patatas o cebollas que le quedaban de la cosecha anterior.
Dejó de encender la vela al caer de la tarde y pasaba las noches en blanco con la inquietud que lo carcomía por dentro. Cuando dormitaba, las pesadillas eran terribles y se despertaba horrorizado con un sudor frío que le recorría la espalda, convencido de que estaban cerca, tal vez tras la puerta de su casa para llevárselo. Él era inocente. Incapaz de matar una mosca. Pero cuanto más se esforzaba en luchar contra aquellos pensamientos, más fuerte y vigorosa se hacía en su interior la voz clara y firme del guardiacivil: «Iremos a buscarlo».
Dejó de razonar y el miedo lo arrojó por el precipicio de la desesperación.
Una noche gélida de febrero, empujado por el miedo que lo dominaba, salió de casa. Fueron sus pies los que lo llevaron en volandas hasta la orilla del canal desde el que regaba la huerta. Nadie le dio alcance. Logró esquivar a todos los fantasmas que salían de la noche pretendiendo agarrarlo. A ambos lados del canal se alineaban los viejos chopos de aspecto sombrío y desgraciados como él. Aterido, se quitó las botas y las dejó cuidadosamente junto a uno de los árboles. Tal vez le sirvieran a otro. Miraba sin pestañear el agua cuando de la oscura superficie surgió un enorme lagarto que empezó a morderle los pies. El dolor lo paralizó. Entonces unas manos de mujer joven lo acogieron dulcemente y se dejó mecer en sus brazos como un niño.
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