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Pesadilla recurrente


Suena el despertador a las 7. Salto de la cama obligada por ese resorte. Tengo una importante reunión de trabajo a las 10. La mañana ya empieza mal, no encuentro la ropa que dejé preparada para ponerme. Para colmo, las medias se me rompen. Cada cosa me lleva más tiempo de lo normal.

El reloj avanza. 

Son las 8 y yo con estos pelos. Cojo un bolso que no conjunta nada con lo que llevo puesto y salgo de casa. Cierro la puerta sin hacer ruido. Empiezo a andar, pero mis pasos no me llevan a ninguna parte. Extrañada, me doy cuenta de que el recorrido fácil de todos los días se ha convertido en un laberinto de callejuelas estrechas y sombrías del que no logro salir. Todas me parecen iguales. Avanzo sin rumbo. Es raro que las casas tengan tejados puntiagudos, parecen nórdicas. Las pequeñas ventanas me analizan con actitud displicente, desvío la mirada y corro desesperada por esas calles solitarias con el anhelo de ganarle la batalla al tiempo. Recuerdo que otras veces me ha pasado algo parecido y siempre he conseguido llegar en el último momento. 

Después de un par de horas, quiero volver a casa y desde allí avisar al trabajo. Intento hacer el camino a la inversa por los lugares recorridos, me resulta imposible. No veo un vestigio, una señal que me indique algo conocido. Como no puedo deshacer lo hecho, decido seguir caminando. 

De repente, cambia el paisaje. Se abre ante mí un estrecho camino de tierra que zigzaguea entre landas pantanosas. Me impide ver más allá. Tengo que llegar al final, seguramente con un vistazo logre ubicarme. El barrizal atrapa mis pies y a duras penas puedo avanzar. 

Entro en una niebla plagada de fantasmas que pueblan el camino: niños, mujeres y hombres con grandes cabezas, cuerpos enanos y sin piernas ni pies, al menos yo no se los veo, están fijados a la tierra húmeda de la orilla izquierda sin posibilidad de movimiento. Me siento observada, sus ojos desorbitados me siguen y su silencio me habla de un mundo al que no pertenezco, un mundo ausente, sin sonoridad ni gestos. Pertenecen al más allá. 

Un escalofrío me recorre la espalda. 

¡Pesa tanto ese silencio húmedo! Mi angustia va en aumento. El miedo me atrapa, la sangre golpea mis oídos. Me vigilan. Esas miradas de cuencas oscuras con expresión de espanto, me desnudan 

Mi tiempo se ha parado. 

No habrá un mañana. Extraña en un mundo intangible, no logro diferenciar los rasgos de sus rostros cadavéricos. Una barrera no física impide que sea una más de ellos. Trato de disimular la presión que sobre mí ejerce esa atmósfera kafkiana e intento avanzar más deprisa y hacer como que no los veo. Cuando creo vislumbrar el final del camino para poder salir de allí, todo se tuerce. Sucede algo que me produce un sobresalto. Uno de los rostros capta mi atención, es el único que se manifiesta perfilado. Me es muy familiar a pesar de estar demacrado por los rasgos del dolor. Sufre en silencio. 

Me detengo. 
 
Todo mi cuerpo se estremece ¡Es mi madre! Animada me acerco. Siento ya la alegría de su cálida acogida. Se me niega. Intento hablar con ella y no cambia la expresión doliente, helada y gris. Siento una pena inmensa. Sus ojos risueños de mis recuerdos miran ausentes, con profundas ojeras violáceas, parecen atravesarlo todo. Está pero calla. Como sin memoria. Su presencia siempre era amable, cariñosa, generosa. Ahora una cortina de tinieblas nos separa. Un nudo de tristeza me atenaza. Pertenecemos a mundos diferentes y este es el mundo de los muertos. La impotencia, el cansancio, la angustia, el dolor…, todo me estalla por dentro y pierdo el control. Un torrente de lágrimas, imposible de contener, baja por mis mejillas . 

Me despierto.
 

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