Aunque permanecía cerrada y con sus puertas y ventanas selladas, yo bien sabía que la gran casona al lado de la nuestra latía suavemente porque era una casa con corazón, porque era una casa habitada. En sus piedras estaba grabada una intensa historia que a mí se me escapaba, la de la mujer misteriosa que vivía en ella y tan solo una vez al año se dejaba ver como salida de un cuento de hadas. Solo oír el chirriar del engranaje oxidado del gran portón remachado con herrajes, el tiempo se detenía, se me tragaba la voz e interrumpía mis juegos sabiendo que la mujer aparecería en nuestra casa atrapándome en aquella atmósfera de fábula que la rodeaba. Rápida me escondía detrás de la puerta y por la rendija espiaba.
Era al final de la época estival, la higuera inclinada y vencida se desparramaba ocupando todo el corral rodeado por una tapia baja de piedra cerrateña que le hacía las veces de macetero.
Su dueña, como había hecho años y años atrás, desde que alguien la dejó por otra preparado ya su ajuar, cumplía con el ritual de abandonar la casa. Pisaba la calle solitaria y distante sin que se oyeran sus pasos porque iba flotando a un palmo del suelo mecida por el vestido azul oscuro que le llegaba hasta los tobillos y sostenida por el latido del corazón de la casa que la acompañaba.
Ya en la higuera, entre las luces y sombras de las ramas más bajas, se fijaba en los higos que habían llegado a su explosión de madurez y empezaban a abrirse dejando escapar su ungüento de miel y sus ojos percibían la satisfacción de degustarlos. Con la delicadeza de sus dedos enguantados tocaba su blandura y al reventarse algunos en sus finas manos la visión del jugoso dulce del interior la envolvía con su aroma y sus papilas gustativas entraban en funcionamiento adelantándose al placer de morder el exquisito bocado. La punta de su lengua salía con el gesto de atrapar la parte de la pulpa adherida a los labios.
Los iba colocando con mimo en el cestillo de mimbre al que siempre ponía un fondo de hojas de higuera que sobresalían por los bordes. El resto los abandonaba y la higuera más respetada del pueblo a partir de ese momento, como si contaran con el permiso de su dueña, era ocupada por la algarabía de mirlos y pardales que entraban a degüello a picotear las hinchazones que estaban a reventar hasta que las dejaban vacías como pingajos sangrientos zarandeados por el viento.
Llevaba en una mano el cestillo que formaba un conjunto armonioso con toda su persona y llamaba tímidamente con los nudillos de la otra a la puerta principal de nuestra casa que siempre estaba abierta. Al descubrirme fijaba en mí sus ojos profundos de un tono azul pálido y mirar inquisitivo y sus finos labios decían como para ella misma:
̶ ¡Cómo te pareces a ella!
Y era la voz de mi madre la que hablaba a mi espalda:
̶ ¡Ah! Es usted, Srta. María. Pero si no tiene que molestarse…
̶ Los mejores para ti mi niña.
El brillo que asomaba a sus ojos expresaba la ternura que sentía por ella a la vez que le temblaba la barbilla y se le quebraba la voz emocionada. Le entregaba el cestillo repleto de higos contemplando risueña con qué sorpresa mi madre los recibía como si no fuera una rutina de tantos años. Su voz de niña resonaba a sueños sin cumplir que sí veía realizados en mi madre y por alguna razón misteriosa lo percibía como una compensación a sus propias frustraciones. Solo bastaba observar con qué admiración la contemplaba. En esos momentos mi presencia se hacía invisible para ambas, sus vidas se fundían a través de un hilo invisible y se entendían más por lo que callaban que por las simples palabras que decían.
Fuera, las hojas de la higuera se movían sobre la tapia y su rumor semejaba un murmullo de voces que solo ellas dos sabían interpretar. La luz del sol se filtraba por las ramas y se derramaba por la entrada de casa perfilando una estela luminosa al paso de un ser tan frágil y vaporoso. La Srta. María parecía no notar el calor, se quitaba los finos guantes de cabritilla y se frotaba los dedos para calentárselos, dedos que recordaban los pequeños brotes desnudos de la higuera; se metía entre el bonito sombrero de paja una guedeja de pelo plateado que se le había soltado, se ajustaba la toquilla de ganchillo y aparentando un quehacer inexistente desaparecía como una pluma movida por el viento. Yo salía a la entrada para verla, pero ya se había desvanecido, solo su fragancia a flores silvestres perduraba.
Los higos nunca se ponían en la mesa, se dejaban en la cocina para saborear a capricho del que quisiera. Mi madre siempre los comía despacio degustando recuerdos que yo intuía a través de las fotografías de su infancia y juventud alegre y desenfadada.
Un tordo se posaba en la higuera y picoteaba un espléndido higo, otros se iban acercando con la misma intención. Las hojas volvían a rozarse entre sí y susurraban secretos incomprensibles que el viento se llevaba como un batir de alas.
Era al final de la época estival, la higuera inclinada y vencida se desparramaba ocupando todo el corral rodeado por una tapia baja de piedra cerrateña que le hacía las veces de macetero.
Su dueña, como había hecho años y años atrás, desde que alguien la dejó por otra preparado ya su ajuar, cumplía con el ritual de abandonar la casa. Pisaba la calle solitaria y distante sin que se oyeran sus pasos porque iba flotando a un palmo del suelo mecida por el vestido azul oscuro que le llegaba hasta los tobillos y sostenida por el latido del corazón de la casa que la acompañaba.
Ya en la higuera, entre las luces y sombras de las ramas más bajas, se fijaba en los higos que habían llegado a su explosión de madurez y empezaban a abrirse dejando escapar su ungüento de miel y sus ojos percibían la satisfacción de degustarlos. Con la delicadeza de sus dedos enguantados tocaba su blandura y al reventarse algunos en sus finas manos la visión del jugoso dulce del interior la envolvía con su aroma y sus papilas gustativas entraban en funcionamiento adelantándose al placer de morder el exquisito bocado. La punta de su lengua salía con el gesto de atrapar la parte de la pulpa adherida a los labios.
Los iba colocando con mimo en el cestillo de mimbre al que siempre ponía un fondo de hojas de higuera que sobresalían por los bordes. El resto los abandonaba y la higuera más respetada del pueblo a partir de ese momento, como si contaran con el permiso de su dueña, era ocupada por la algarabía de mirlos y pardales que entraban a degüello a picotear las hinchazones que estaban a reventar hasta que las dejaban vacías como pingajos sangrientos zarandeados por el viento.
Llevaba en una mano el cestillo que formaba un conjunto armonioso con toda su persona y llamaba tímidamente con los nudillos de la otra a la puerta principal de nuestra casa que siempre estaba abierta. Al descubrirme fijaba en mí sus ojos profundos de un tono azul pálido y mirar inquisitivo y sus finos labios decían como para ella misma:
̶ ¡Cómo te pareces a ella!
Y era la voz de mi madre la que hablaba a mi espalda:
̶ ¡Ah! Es usted, Srta. María. Pero si no tiene que molestarse…
̶ Los mejores para ti mi niña.
El brillo que asomaba a sus ojos expresaba la ternura que sentía por ella a la vez que le temblaba la barbilla y se le quebraba la voz emocionada. Le entregaba el cestillo repleto de higos contemplando risueña con qué sorpresa mi madre los recibía como si no fuera una rutina de tantos años. Su voz de niña resonaba a sueños sin cumplir que sí veía realizados en mi madre y por alguna razón misteriosa lo percibía como una compensación a sus propias frustraciones. Solo bastaba observar con qué admiración la contemplaba. En esos momentos mi presencia se hacía invisible para ambas, sus vidas se fundían a través de un hilo invisible y se entendían más por lo que callaban que por las simples palabras que decían.
Fuera, las hojas de la higuera se movían sobre la tapia y su rumor semejaba un murmullo de voces que solo ellas dos sabían interpretar. La luz del sol se filtraba por las ramas y se derramaba por la entrada de casa perfilando una estela luminosa al paso de un ser tan frágil y vaporoso. La Srta. María parecía no notar el calor, se quitaba los finos guantes de cabritilla y se frotaba los dedos para calentárselos, dedos que recordaban los pequeños brotes desnudos de la higuera; se metía entre el bonito sombrero de paja una guedeja de pelo plateado que se le había soltado, se ajustaba la toquilla de ganchillo y aparentando un quehacer inexistente desaparecía como una pluma movida por el viento. Yo salía a la entrada para verla, pero ya se había desvanecido, solo su fragancia a flores silvestres perduraba.
Los higos nunca se ponían en la mesa, se dejaban en la cocina para saborear a capricho del que quisiera. Mi madre siempre los comía despacio degustando recuerdos que yo intuía a través de las fotografías de su infancia y juventud alegre y desenfadada.
Un tordo se posaba en la higuera y picoteaba un espléndido higo, otros se iban acercando con la misma intención. Las hojas volvían a rozarse entre sí y susurraban secretos incomprensibles que el viento se llevaba como un batir de alas.
Un relato espléndido y lleno de magia, con misterio y aroma muy grato.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Fuerte abrazo para ti Sara y gracias por dejarme tu grata impresión sobre la lectura.
EliminarTus relatos son un regalo, como ese cestillo de higos.
ResponderEliminarBesos.
Me alegro que te haya gustado este cestillo de higos que he seleccionado con tanto mimo y cuidado.
EliminarBesos Chema
Los higos del cestillo de una dama así han de comerse despacio y saborearlos. Los tordos sí que saben, qué cucos los muy golosones.
ResponderEliminarLos higos, qué ricos, "con sus cristalina gotita de miel", como los que deleitaban a Platero.
Un abrazo, Pilar.
¡Qué gran lectora eres! Como sabes estrujarlo todo y encontrar comparaciones tan bellas como la de Platero.
EliminarInmenso abrazo
Pilar, bienvenida de nuevo, amiga...Nos dejas un relato que no tiene desperdicio. Nos lo cuentas desde los ojos de una niña sensible y detallista, que percibe el misterio, el encanto y la ternura de esa dama generosa, que cada año les regalaba sus higos...Esos higos que llegan como una bendición para todos y que en tu relato se convierten en protagonistas junto a la vaporosa y frágil Srta. María.
ResponderEliminarMi felicitación por la entrega, la ternura, el detallismo y la maestría que le has puesto. Una gozada leerlo, amiga.Mi abrazo de luz y feliz fin de semana.
M.Jesús
Sí, vuelvo Mª Jesús y espero ponerme poco a poco al día. ¡Qué bellas palabras me dejas! Me alegro que te haya gustado. Inmenso abrazo :)
EliminarLeerte es un placer, nos deja en la boca el sabor meloso de los higos y la intriga de esos recuerdos del pasado... Me encantaría que tuviera continuación, aunque también, cualquiera de tus lectores le podemos poner final según nuestras propias vivencias.
ResponderEliminarUn abrazo afectuoso
A veces me han pedido continuidad a un relato y lo he cumplido Alondra, pero me he dado cuenta que deja de ser un post para un blog y termina convirtiéndose en otra cosa. Soy consciente que he dejado muchos puntos sin desarrollar, pero he querido respetar al máximo a la protagonista niña que es muy observadora, pero que el mundo del adulto lo percibe cargado de secretos y misterios que nadie le aclara porque dan por hecho que no se entera de nada.
EliminarTodo mi cariño Alondra.
Pues me ha gustado mucho tu relato,abrazos miles.
ResponderEliminarInmenso abrazo Fiaris. ¡Cuánto me gustan las palabras que me dejas! Nos vemos.
EliminarBello relato narrado con ojos infantiles, La magia que adivinamos en la higuera lo hacen encantador. Un abrazo
ResponderEliminarMe alegra Ester que te haya gustado ese toque de magia que he introducido acercándolo al género del cuento porque me ha parecido más acorde con la narradora que es una niña.
EliminarFuerte abrazo.
Bellísimo relato, Pilar!!
ResponderEliminarSiempre es un gusto enorme leerte!!
Un besote y mi cariño para vos!!
Lau.
¡Qué alegría me das Lau! Siempre estás en el lugar adecuado en el momento oportuno sembrando con la magia de tu apoyo y tus palabras. Besos mil :)
EliminarHola María Pilar, vuelvo de mis vacaciones y paso poco a poco a veros.
ResponderEliminarUn relato muy tierno que me hace recordad mi infancia encaramaba en la higuera más grande para rbarle sus deliciosos hijos cubiertos por el rocio de la mañana.
Un gran abrazo
Nos encontramos en la misma situación Sor Cecilia, poco a poco nos iremos poniendo al día en este mundo apasionante de los blogs.
EliminarDe eso se trataba precisamente, recuerdos de infancia envueltos en la nostalgia del tiempo.
Cariñoso abrazo
Buenos días, esplendido relato de nostalgia bien contada, enhorabuena, un saludo.
ResponderEliminarBienvenido a mi blog Ama y agradecida por tu lectura y tus palabras. Saludos
EliminarMe encanta dejarme llevar en tus pequeñas historias disfrutando de los matices.
ResponderEliminarGracias
Te confieso Pilar que desde que empecé a publicar en el blog me propuse como lema "Pinta tu aldea y pintarás el mundo" de león Tolstoi y sigo fiel a ese principio. Lo mío es así de modesto, sencillos relatos en los que me siento cómoda y disfruto al escribirlos.
EliminarBesos
Bello relato. Con una cadencia suave de lánguido final de estío, en el consigues que nos lleguen los aromas que describes, y haces que visualicemos esos higos ya maduros y lechosos listos para comer... sin que por ello nos apartemos de la verdadera historia, esa historia encerrada tras aquella puerta que chirría cada año por las mismas fechas.
ResponderEliminarNA: Me hiciste caer en mi propia infancia, allí también había una higuera...
Besos.
Si he logrado trasmitir esa cadencia lánguida de final de verano en torno a aquella mujer que aparecía una vez al año ya me alegro Alberto. Una alegría verte por aquí de nuevo.
EliminarBesos
Un relato mágico y al mismo tiempo muy en el detalle, tanto que he podido ver cada persona y objeto llevado por tus palabras. Lo dice alguien que ha robado higos ;)
ResponderEliminarUn saludín.
Alguno, alguno... Eran los que mejor sabían.
ResponderEliminarBesos
Hola Pilar!!.Es un placer volver a comentar y leer relatos tan llenos de vida y con una magia que,, ni la Hadas les podría poner.
ResponderEliminarBesos y gracias:)
Gracias a ti Teresa por pasarte por aquí y dejarme algo del embrujo de las hadas del que tú sabes tanto.
EliminarBesazo
Magnifico relato. Vaya imaginación tan estupenda.
ResponderEliminarBesos Pilar y gracias.
Me alegra que te guste Rafa
EliminarUn abrazo
Que ganas de comerme estos buenos higos, antes de que se los merienden los pájaros, atentos a la charla entre esas dos mujeres, ante tu testigo.
ResponderEliminarHas descrito un momento mágico, el rito de una ofrenda por parte de una enclaustrada, se supone que voluntariamente.
Un saludo.
Gracias Alfred por pasarte por aquí y darme la alegría de dejarme tu grato comentario. Palabras así animan a seguir publicando.
EliminarSaludo
Un relato estupendo, Pilar. Entra de manera suave y se detiene en el mundo de las sensaciones, porque es sensorial, muy sensorial: he visto y olido esos higos, también los he palpado en su madurez jugosa. Me ha gustado ese aire de nostalgia que tiene.
ResponderEliminarMe alegro de tu vuelta.
Un beso.
Y yo me alegro un montón de verte por aquí Isabel y qué decirte de las bellas palabras que me dejas. Todo un placer.
EliminarInmenso abrazo.
Intuyo una relación muy especial entre ambas adultas...
ResponderEliminarVuelvo de nuevo a tu casa sin saber que has vuelto hace un par de relatos... ¡bienvenida Pilar!, espero que sigas dejándome entrar para deleitarme con estas historias tan especiales y entrañables.
Un besote grande.
Ya sabes que aquí estás en tu casa y me alegro un montón de verte y leerte.
EliminarBesazo Rosy
Hola María Pilar, muy buenas noches,
ResponderEliminarwow… que poder que tienes! Me has hecho meterme dentro del relato de tal forma que podía ver la escena en su totalidad…
has pintado un cuadro con palabras, y traido a aquellos que una vez tuvimos imágenes semejantes, recuerdos de un pasado que por momentos parece olvidado….
Felicitaciones por tan entretenido relato…
Te deseo un lindo resto de semana, un beso grande
¡Wow! digo yo cada vez que leo tus poemas cuando las palabras no solo rozan la piel sino que arañan el alma. Me alegra mucho que te haya llegado. Y tambíén van mis deseos de un estupendo fin de semana que por aquí se nos anuncia soleado. Para disfrutar.
EliminarNostálgico relato, con ganas de leer muchos, muchos más.
ResponderEliminarUn beso María Pilar
Así es Flor de María, la nostalgia de un pasado que ya no es de este tiempo, con las personas, lugares y costumbres que lo poblaban. Todo se fue, como las hojas de este otoño que ya nos habita.
EliminarBesos
Desgustar los higos y desgutar tu relato es uno solo Pili, me encanta leerte un abrazo enorme
ResponderEliminarQué alegría encontrarte por aquí Regina y por otras redes sociales. Siempre es tan satisfactorio... Como un talismán que no quieres soltar. No sé cómo lo haces, parece que un día tuyo tenga 48 horas. Trabajadora incansable y persona admirable. Todo mi cariño, ya lo sabes, pero te lo digo una vez más.
EliminarPrecioso relato que abre puertas a la imaginacion
ResponderEliminarCariños
Gracias Abu por dedicarme tu tiempo para leer y dejarme tu comentario. Es una delicia encontrarte siempre. Un beso
EliminarHola María Pilar, vengo a visitarte para ponerme poco a poco al día y me encuentro con un relato lleno de dulcura, ternura, nostalgia y esa pizca de misterio que lo envuelve. ¡Precioso!
ResponderEliminarAsí da gusto volver.
Besos
Un placer tenerte por aquí Jara y agradecida por las maravillosas palabras que me dejas. Vuelve, vuelve siempre que quieras. Besos
EliminarA sido un verdadero placer pasar por tu casa, si no te importa me quedo.
ResponderEliminarBesos
Una alegría me das quedándote, todo tuyo. Espero que te guste.
EliminarBesos
Tus palabras nos transmiten ideas ancestrales y sensaciones de misterio en lo cotidiano.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, y feliz fin de semana, amiga
El misterio que le añade un niño que no comprende el mundo adulto.
EliminarFeliz fin de semana Ildefonso. Abrazo.
LLegué, leí y empecé a dejarte mi comentario, pero no era el mejor momento, me interrumpieron y los días van pasando.
ResponderEliminarHola María Pilar, me encanta volver a charlar con los amigos aunque me cueste tanto encontrar la tranquilidad necesaria para hacerlo.
He disfrutado mucho con tu relato: dulce, sugerente y misterioso. Me ha llegado, preciso, el aroma de la higuera y me he sentido envuelta por su aire de nostalgia. Encantadísima de asomar de nuevo por tu casa.
Besos
¡Wow! Me contagias con el entusiasmo de tus palabras. La falta de tiempo y tranquilidad es lo que nos falta a todos y ya sabemos los que estamos en esto que aparecemos cuando podemos. Una alegría encontrarte por aquí Jara.
EliminarBesos
Me siento priveligiad al tener el placer de leer este maravilloso texto.
ResponderEliminarMe quedo un ratito por aquí.
Te sigo.
un abrazo.
Bienvenida a este blog y me alegra que hayas tenido esa acogida tan maravillosa Josefa. Todo tuyo.
EliminarAbrazo