La inesperada visita de sus padres dejó atónita a Deseada. Le dolía su fría mirada y cómo se habían marchado sin dirigirle la palabra. El sentimiento de culpa la embargó y se derrumbó en un baño de lágrimas.
Cuando se enteraron los vecinos no les faltó tema de conversación. «La tuvieron pasados los cuarenta. ¡Qué contentos estaban! Y ahora ni le hablan. No hay quien lo entienda». Otros murmuraban: «Una niña nacida con las malas artes de su madre debe estar embrujada».
La noche de los difuntos, Deseada interpretó con su violín Danse macabre, de Saint-Saëns, con tanto dolor que desgarraba el alma. Veinte terroríficas sonrisas de calabaza y cuarenta ojos parpadeantes vigilaban. Las sombras estremecían, los gatos negros merodeaban y los gemidos de los tilos traían el olor que el miedo transpiraba. Al escuchar las doce campanadas, las amigas se deslizaron de sus camas y descalzas afrontaron temerosas la noche con el temor de ser captadas por los espíritus de los muertos que esa noche salen de sus tumbas. Ante la casa de Deseada cayeron los camisones y a la luz de la luna bailaron la danza de la muerte. Como esqueletos blancos entre grotescas sombras alargadas hacían rondas, corrían, saltaban, chocaban entre sí, se cacheaban; como los espíritus de los muertos que esa noche habían abandonado sus tumbas. De repente, el canto del gallo rompió la magia y corrieron a cubrirse.
—Los efectos del ritual aplacarán los ánimos de tus padres —le dijo Andrea.
—No te tortures más —añadió Clara—.Te quedaste soltera para cuidarlos y va para un año que celebramos los funerales de los dos. Tres curas trajiste y una misa de réquiem cantada.
—A la vista está que no quedaron contentos—dijo afligida Deseada.
—¿Ese gato negro no es el que acompañaba a tu madre en sus prácticas de curandera? —preguntó la ocurrente Celia—. No creo que te convenga su compañía.
—Yo pediría opinión al poeta —habló el sentido práctico de Julia—. Ya sé que tendremos que ingeniárnoslas para sacarlo del ensimismamiento de la lectura de sus libros en los que siempre está enfrascado. Su lenguaje es tan raro porque su madre era inglesa, pero vive aquí desde hace dos años y ya va siendo hora de que hable con alguien del pueblo y, de paso, le regalamos el gato.
El llamado «poeta» había abandonado la City londinense en un intento de proteger su cordura frente a la locura que le achacaron familiares y amigos cuando tomó la decisión de vivir en un pueblo del interior de España.
Al día siguiente, las jóvenes se asomaron con cautela y un tanto curiosas a su casa. Rodeado de libros, estaba absorto en un documento antiguo. Tardó en darse cuenta de la visita. Aturullado por lo embarazoso de la situación, les hizo un gesto para que hablaran.
—¿Por qué no les preguntas qué quieren? —propuso a Deseada. Y observó que la chica por primera vez sonreía al oír sus palabras.
—Una misa en la ermita de La Señora y dos velas blancas—le contestaron los padres a dúo cuando se le aparecieron de nuevo.
La ermita solo se abría una vez al año, el día de la romería en honor de la patrona. Allá se encaminaron de madrugada para recorrer la pedregosa y empinada senda como lo habían hecho sus antepasados.
Con la ermita abarrotada, una señora obesa y acalorada no podía aguantar más de pie e hizo el gesto de sentarse al lado de Deseada.
—¡Ahí está mi padre! —le gritó.
Cuando fue a fijar las posaderas al otro lado:
—¡Que está mi madre! —Tuvieron que intervenir las amigas para sacarla del banco de no muy buenas maneras.
Hubo insultos y reproches. Un confuso rumor de avispero se extendió por la ermita que fue cortado en seco cuando las palabras mágicas resonaron por todo el valle: In nomine Patris…
Cuando se enteraron los vecinos no les faltó tema de conversación. «La tuvieron pasados los cuarenta. ¡Qué contentos estaban! Y ahora ni le hablan. No hay quien lo entienda». Otros murmuraban: «Una niña nacida con las malas artes de su madre debe estar embrujada».
La noche de los difuntos, Deseada interpretó con su violín Danse macabre, de Saint-Saëns, con tanto dolor que desgarraba el alma. Veinte terroríficas sonrisas de calabaza y cuarenta ojos parpadeantes vigilaban. Las sombras estremecían, los gatos negros merodeaban y los gemidos de los tilos traían el olor que el miedo transpiraba. Al escuchar las doce campanadas, las amigas se deslizaron de sus camas y descalzas afrontaron temerosas la noche con el temor de ser captadas por los espíritus de los muertos que esa noche salen de sus tumbas. Ante la casa de Deseada cayeron los camisones y a la luz de la luna bailaron la danza de la muerte. Como esqueletos blancos entre grotescas sombras alargadas hacían rondas, corrían, saltaban, chocaban entre sí, se cacheaban; como los espíritus de los muertos que esa noche habían abandonado sus tumbas. De repente, el canto del gallo rompió la magia y corrieron a cubrirse.
—Los efectos del ritual aplacarán los ánimos de tus padres —le dijo Andrea.
—No te tortures más —añadió Clara—.Te quedaste soltera para cuidarlos y va para un año que celebramos los funerales de los dos. Tres curas trajiste y una misa de réquiem cantada.
—A la vista está que no quedaron contentos—dijo afligida Deseada.
—¿Ese gato negro no es el que acompañaba a tu madre en sus prácticas de curandera? —preguntó la ocurrente Celia—. No creo que te convenga su compañía.
—Yo pediría opinión al poeta —habló el sentido práctico de Julia—. Ya sé que tendremos que ingeniárnoslas para sacarlo del ensimismamiento de la lectura de sus libros en los que siempre está enfrascado. Su lenguaje es tan raro porque su madre era inglesa, pero vive aquí desde hace dos años y ya va siendo hora de que hable con alguien del pueblo y, de paso, le regalamos el gato.
El llamado «poeta» había abandonado la City londinense en un intento de proteger su cordura frente a la locura que le achacaron familiares y amigos cuando tomó la decisión de vivir en un pueblo del interior de España.
Al día siguiente, las jóvenes se asomaron con cautela y un tanto curiosas a su casa. Rodeado de libros, estaba absorto en un documento antiguo. Tardó en darse cuenta de la visita. Aturullado por lo embarazoso de la situación, les hizo un gesto para que hablaran.
—¿Por qué no les preguntas qué quieren? —propuso a Deseada. Y observó que la chica por primera vez sonreía al oír sus palabras.
—Una misa en la ermita de La Señora y dos velas blancas—le contestaron los padres a dúo cuando se le aparecieron de nuevo.
La ermita solo se abría una vez al año, el día de la romería en honor de la patrona. Allá se encaminaron de madrugada para recorrer la pedregosa y empinada senda como lo habían hecho sus antepasados.
Con la ermita abarrotada, una señora obesa y acalorada no podía aguantar más de pie e hizo el gesto de sentarse al lado de Deseada.
—¡Ahí está mi padre! —le gritó.
Cuando fue a fijar las posaderas al otro lado:
—¡Que está mi madre! —Tuvieron que intervenir las amigas para sacarla del banco de no muy buenas maneras.
Hubo insultos y reproches. Un confuso rumor de avispero se extendió por la ermita que fue cortado en seco cuando las palabras mágicas resonaron por todo el valle: In nomine Patris…
Un cuento fantástico!
ResponderEliminarBesos.