Raúl, el coadjutor de la parroquia de San Vicente, era un joven sacerdote envuelto en un halo de tristeza. Algo que las feligresas admiraban porque lo consideraban un rasgo de su gran espiritualidad. En realidad, acarreaba una derrota personal que hacía que sus noches fueran negras, tan negras como la tinta de los chipirones que le preparaba su madre protectora. Un impulso apremiante lo llevaba a vestirse de mujer y transformado en travesti esperaba al anochecer para salir de casa. Con pasos cortos, iba bamboleándose con torpeza sobre unos altos tacones, dejando a su paso la fragancia de una colonia varonil. Era espigado y había aprendido a sonreír de soslayo. Harto de prometerse cambiar y no conseguirlo, se apoltronaba en un tugurio de la calle Pintorería para beber lo que no está escrito. Al amanecer, corría sofocado con los zapatos en la mano. A hurtadillas, entraba en la casa parroquial. Con la respiración agitada y lágrimas en los ojos juraba que jamá...
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