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Entradas

No me ocurre nada

El pequeño David clava los ojos en el techo con desasosiego. Cada vez soporta menos estas broncas constantes que le llegan por las noches de la habitación de sus padres. Sabe que están nerviosos y cuando la gente está nerviosa grita y dice cosas raras. Cosas que a él le producen angustia.   El espejo de su cuarto le devuelve la imagen de un niño pálido, asustado. Con los dedos se pellizca las mejillas, pero no consigue enrojecerlas. Está cabreado con sus padres, también consigo mismo. Para ellos es un cero a la izquierda. Él se siente una mierda. Porque si fuera valiente subiría y les diría cuatro cosas bien dichas. Para que aprendiesen. Pero sigue apalancado al lado de su cama, mirando al techo, como si pudiera traspasarlo y atisbar lo que sucede arriba. Con lo que escucha hace su composición del lugar. Ahora, llevan unos minutos en silencio.    Mamá empieza, otra vez, con su voz compungida, y acusatoria: «Revolviendo en mi armario he encontrado una caja con las notas que me de...

Celia la aventurera (Cuento)

 Aquella noche, con dos años, fui corriendo a despertar al abuelo. Encendió la lamparita y me vio junto a su cama. No daba crédito.   —¿Qué haces aquí, pequeña? ¡Vete a dormir!   —Están los Gremlins, y me asustan.   —¿Los Guemlis? —El abuelo no pronuncia bien algunas palabras y yo se las enseño. Pero esa noche no tenía tiempo.  —¡Ya voy! —Se levantó con su pijama de rayas azules y se puso las pantuflas.   Cogida de su mano, ya no tenía miedo. El abuelo es mi héroe y los héroes tienen superpoderes. Al llegar a mi cuarto, con su voz grave, les echó una bronca de cuidado.  —¡Ja, ja, ja! Mira cómo corren —le dije.  —Estos ya no vuelven —afirmó él.  —Seguro —contesté feliz.   Ahora que soy mayor, cuando me lleva al colegio, me protege mientras voy caminando por encima de la valla. Sabe que me estoy entrenando para volar como una superheroína y hacer aterrizajes dignos del circo en el que él trabajó. El abuelo dice q...

Acrofobia

Salíamos de Poncebos con destino a Caín. Una ruta a pie de unos doce Kilómetros con una riqueza paisajística impresionante. La verdad es que la dificultad de la ruta era baja. Bastaba caminar por la estrecha senda tallada literalmente en la roca de la montaña que atraviesa el desfiladero, sin desviarse un paso a la izquierda, porque entonces, sí, puede ocurrir el desastre.  Allá en el fondo, se oía el rumor del río. Mi pareja abría la marcha. Yo me fui quedando rezagada paulatinamente. Apenas podía caminar. Hasta llegar a aquella situación. Sin que pudiera enfrentarme a ello.  Al empezar la subida, el monstruo del precipicio se instaló en mi cabeza antes de que mis ojos lo afrontaran. Despiadado se burlaba de mí, y la angustia iba en aumento. La pelea que se daba en mi mente cortó por lo sano las maravillas del paisaje exterior. Un sudor frío me envolvía y estaba a punto de llorar, por impotencia, ante aquella situación extrema. Ese día comprendí que la naturaleza tiene much...

Parejas desparejadas

Qué solo me he quedado. Acostumbrado a hacerlo todo en pareja, qué va a ser de mí. Aquí, en este rincón, olvidado, me cuesta recordar el olor a tierra y a vida. Mi respiración agitada ya no lo percibe. Paso los días amodorrados entre estas cuatro paredes con las que choco de vez en cuando. Los otros, al verme compungido, creen que soy tonto o se mueren de la risa. Vivo atormentado con el temor de que algo malo me suceda y nadie se dé cuenta.   Hace unos días, lo vi. Un sentimiento de alivio profundo se apoderó de mí. De cuando en cuando, me miraba para asegurarse de que yo seguía allí, y sonreía levemente. Tenía necesidad de él. Lo raro era que él también tenía necesidad de mí; pero ninguno de los dos nos atrevíamos a dar el paso. Y el tiempo pasaba. A veces me acompañaba una cierta tristeza porque si nos dispersábamos no nos volveríamos a ver. Fue cuando escuché una sonrisita a mi lado.   —¿Quieres ser mi pareja? —Me susurró un tanto tímido. Y sus nubes azules ...

El coadjutor

 Raúl, el coadjutor de la parroquia de San Vicente, era un joven sacerdote envuelto en un halo de tristeza. Algo que las feligresas admiraban porque lo consideraban un rasgo de su gran espiritualidad. En realidad, acarreaba una derrota personal que hacía que sus noches fueran negras, tan negras como la tinta de los chipirones que le preparaba su madre protectora.   Un impulso apremiante lo llevaba a vestirse de mujer y transformado en travesti esperaba al anochecer para salir de casa. Con pasos cortos, iba bamboleándose con torpeza sobre unos altos tacones, dejando a su paso la fragancia de una colonia varonil. Era espigado y había aprendido a sonreír de soslayo. Harto de prometerse cambiar y no conseguirlo, se apoltronaba en un tugurio de la calle Pintorería para beber lo que no está escrito.   Al amanecer, corría sofocado con los zapatos en la mano. A hurtadillas, entraba en la casa parroquial. Con la respiración agitada y lágrimas en los ojos juraba que jamá...