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La maldición de Casandra

Casandra vaticinó los terribles sucesos que iban a ocurrir, el día y la hora. Destacó la peligrosidad del agua. No la creyeron. Es más, la encerraron por exagerada y loca. Ella gritó todo lo que pudo para hacerse oír a través de los muros de la mazmorra. Para entonces, ya todos le habían dado la espalda y seguían con su vida cotidiana sin temor a la tragedia que proclamaba.  Y la tragedia nos atrapó en nuestro sueño. Después, la misma naturaleza lo envolvió todo en barro para no dejar al descubierto rostros queridos que quedaron fijos para siempre. Yo, aunque doblegada, me mantengo en pie. ¡Como si el destino me hubiera elegido para ser testigo de este mar de caos y muerte! Pero con los pies en el fango, siento cómo cruje en algún punto mi columna. No, no podré sostenerme durante mucho tiempo. La única certeza que tengo es que pronto voy a morir. Todo comienza a extinguirse. Todo menos ese zumbido de las moscas verdes.

El árbol solitario

⁣En la cima del monte llamado El cerrillo hay un árbol. Solo uno, sin hermanos ni descendencia. Obstinado en su afán por sobrevivir, planta cara a las inclemencias del tiempo. Tiene ya muchos años y es de apariencia frágil, pero se crece ante las dificultades y sigue sin doblegarse a pesar del viento que con terrible furia intenta quebrarlo. “¡Largo de aquí, impostor, que esta montaña es mía!”. Él, astuto y valiente, deja pasar entre sus ramas las intensas ventoleras y así, una y otra vez, logra salvarse. Cuando la niebla cubre el monte y se adueña del pueblo, aguanta el silencio húmedo del que sale cada vez más sabio. ¿Y qué decir de la tormenta enloquecida que pretende fulminarlo con ráfagas de fuego seguidas del fragor del trueno? ¡Cuánta angustia pasa replegado sobre su cuerpo de madera! Logra sobreponerse porque, impregnado de memoria, se repite una y otra vez: “Pasará, esta también pasará”. Asimismo, la nieve lo viste con su blanca estampa y las crueles heladas le muerden los b

El asesino de relojes

⁣ ⁣                                                                Imagen de Jarmoluk. Pixabay El reloj da las once de la noche con la exactitud cantarina propia de su condición suiza. Es hora de dormir. ¡Hora de dormir! Mañana tengo que madrugar. El sueño me abandona y el insomnio se apodera de mí una noche más. Me levanto. El traidor me mira orgulloso desde su situación privilegiada en el salón, junto a los cortinajes de terciopelo verde. Provocador, balancea el péndulo dorado de un lado a otro. Tictac, tictac. El sonido me pone los nervios de punta. Mi ansiedad crece. Me abalanzo sobre él y lo agarro con las manos para acabar con su tiranía. En ese momento, las once y diez que marcan las agujas se quedan congeladas para la eternidad. La casa permanece en silencio. Respiro hondo. Por fin puedo disfrutar del tiempo detenido. Me acuesto. Unos minutos más tarde, el sonido carraspeño de un impostor, con toda su cachaza y crueldad, se hace notar en el piso de abajo con el carillón del “Av

La marquesa de Montealto

  Escribir un microrrelato inspirado en el mural.  Incluir un personaje simbólico. (Yo he cogido la urraca).    Cuando el Sr. Ruiz le ofreció el anillo más grande que había en la joyería, supo que era un impostor, tal como le había dicho su fiel doncella. No le importó. Con el marquesado había heredado una fortuna más que suficiente para los dos. De mirada profunda y palabra arrolladora, había despertado en ella los sueños de adolescencia. Necesitaba un hombre. Un hombre que se enfrentase a las pisadas nocturnas de su anterior marido al acercarse a la habitación cada noche. Justo antes del “Sí, quiero”, una urraca irrumpió en el gabinete por la ventana. Arrojó a los pies de la marquesa una hoja de papel escrita a mano. Las palabras saltaban ante sus ojos brillantes y diáfanas. “Al Sr. Ruiz le gusta la vida, le gustan las aventuras, le gustan los hombres”. Con la cólera en el rostro, levantó la cabeza y vio que en la silla de él languidecía olvidado un gorro de terciopelo verde. A ella

El gran viaje

Imagen de RosZie - Pixabay En mi pequeño mundo estaba todo oscuro, bueno, eso lo supe después cuando la luz me hirió los ojos. Me había adaptado a vivir en aquel mar. Hacía piruetas para sumergirme y volvía a salir. ¡Yupi! ¡Qué divertido! Si chocaba contra alguna limitación, era tan blandita que lo repetía. ¡Pum, pum, pum! Claro que llegó un día en el que mi mar se fue y el espacio se empequeñeció. Ya no podía jugar. De repente, algo empezó a moverse con un ruido estrepitoso que tiraba de mí. Yo no quería salir, pero, ¡hala!, me deslicé sin control. Primero la cabeza, luego, ¡zas!, todo mi cuerpo se escurrió. No fui bien recibida por los terrores que habitan en este lado. Los ruidos me atemorizaron, el frío me abofeteó y lloré. Oír mi llanto me asustó y lloré más y más. Entonces sentí el roce de sus labios, los primeros besos, el susurro de sus palabras. “Te quiero, hija”. Y me aferré a ella, el árbol de la vida.