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Soneto con estrambote

¿Dónde lavas tu rostro de belleza  Para lucir de piedra tan lozana?  ¿En qué manantial, arroyo o fontana  Reflejas tu pudor a tu manera?   Quisiera ser del túmulo la tierra  Que acoges y abrazas cada mañana Con el peso del agua enamorada  Apoyando mi mano en tu cadera.  Ser cordón para apretar tu corpiño  Ser viento que despeine tu melena.  Si lugar poder fuera: Este foso.  Ser sol para provocarte un guiño.  Feliz reo si fueras mi condena.  Almohada que recoja tu reposo.  Permíteme estos versos  Acabar en estrambote  Me quito el sombrero, Rosa  A tus pies, tu Juan Belmonte   (de Ana Mary)

Merceditas en el pueblo

Con Merceditas vivíamos nuestra epifanía particular cuando todos los veranos llegaba al pueblo. Decían que los aires de la sierra le iban muy bien para las secuelas que tenía de la polio. Cuando un mercedes negro subía dando tumbos entre el polvo del sendero, todos sabíamos que eran ellos. Los criados y las doncellas venían antes para abrir la casa y con estropajos restregaban los suelos hasta dejarlos niquelados. Después, salían como un hatajo de sumisos uniformados a recibirlos. Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa alguna perdiz de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo.

Un cuento de Navidad

Sergio va caminando por la Gran Vía de su ciudad, una calle llena de rostros ausentes. Solo y aterido de frío, extravía la mirada por su entorno. No, no brillará un cielo cuajado de estrellas, la potente iluminación navideña lo impedirá. Se detiene ante un contenedor de basura y con el cuerpo invertido rastrea las fauces del abismo. Lo que ve bajo la azulada luz le produce un estremecimiento: Cuento de Navidad de Charles Dickens. Tembloroso, lo coge. Se cubre los ojos con una mano gélida de mugre y las lágrimas ruedan al ritmo de sus espasmos. Es su voz de niño la que le llega desde el cálido hogar familiar: —Mira mamá, ¡y también un cuento! ¿Me lo lees? —Es tarde cariño, dormimos y te lo cuento mañana. El pisar de algunas personas cruje en la nieve helada. Cual sombras en la noche, con grandes bolsas de regalos, pasan raudas mirándolo con desconfianza. Después, el silencio sólo es traspasado por las notas nostálgicas de un piano que desde un bar cercano perpetúa la canción "O

El gordo de Navidad

Querido Papá Noel: Cuando llegué a esta ciudad la encontré hermosa. Los abetos emitían destellos a ritmo del palpitar de los corazones, las calles adornadas con guirnaldas y luces navideñas parecían las nuestras; hasta el frío era similar. Me sentí orgulloso de ser tu legítimo mensajero, porque… ¡Qué decirte de unos impostores “Papá Noel” diminutos que intentaban colarse por las ventanas! ¡Jo, jo, jooo! Mi duende travieso se despertó y, tan regordete y cachetón como soy, quise conocerla mejor. Al pasar por delante de un bar me atrajo el bullicio del interior. Hablaban muy alto, a la vez que seguían ansiosos la TV. — ¿Ha salido el Gordo? —preguntaban algunos. Una amplia sonrisa me iluminó la cara. Pues claro que había salido, Rovaniemi quedaba muy lejos. Nunca, en ningún lugar del planeta, nos habían esperado con tanta expectación y eso era de agradecer. De repente, rugieron a una sola voz: “¡El Gordo!” Por fin me habían visto. ¡Qué fue aquello! Se abrazaban, saltaban, cantaban, a

Proclama en busca de autor

¡Qué pesadilla de familia! ¡Qué matraca de canción! Los nietos, los hijos y hasta el abuelo con su bastón, todos a una como un hatajo de fantoches cantando sin ton ni son: Soy un salero, azucarero La batidora y una olla “express” Chu, chu... Caricaturizan mis sofocos, parodian mis pitidos irritantes, se burlan de las gotas que se escapan por mi válvula floja. ¡Qué horror! Toda la vida trabajando para ellos, todos los días sudando la gota gorda a un ritmo frenético y, ¿para qué? Para que me torturen con ese soniquete, se me aflojen los tornillos y un día mi onda explosiva los atrape sin consideración. Nunca he pedido nada, ni gracias por los servicios prestados y eso que si no fuera por mí, quién los habría alimentado. Pero ya que se ponen, una pintura de mi orondo perfil en un bodegón, un poema que emocionase los sentires de mi alma agrietada o una partitura para cantarlo a ese ritmo lento tan diferente al mío... Estoy quemada, agobiada, a punto de estallar, los gases me colapsan