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La caída de la hoja

Empiezo la mañana estrenando las botas de monte que me regaló mi hija hace dos años. Las tenía guardadas. ¿Para qué o para quién? Vaya usted a saber. Oye, son muy cómodas y calentitas. Las he conjuntado con un gorro y una bufanda que he tejido del mismo color, ese color calabaza tan de moda. Anda que si mi Faustino levantara la cabeza, con lo oronda que estoy seguro que me diría: “No me darás calabazas a estas alturas”. Muy temprano, salgo de casa con el bastón en una mano y el cesto de mimbre en la otra. Crujen las hojas secas bajo la suela de mis botas nuevas, como si las engulleran. Tras dos días de lluvia, la brisa húmeda me trae el peculiar olor a tierra mojada. Hoy un sol tímido comienza a abrirse paso y el paisaje ofrece uno de esos momentos mágicos cuando las gotas de agua suspendidas en las ramas brillan como estrellas que sueñan en silencio. Me seducen y conmueven. Castañas hay muchas, pero tampoco se trata de que llene el cesto que después me pesa como un muerto. Oigo l

La danza macabra

La inesperada visita de sus padres dejó atónita a Deseada. Le dolía su fría mirada y cómo se habían marchado sin dirigirle la palabra. El sentimiento de culpa la embargó y se derrumbó en un baño de lágrimas. Cuando se enteraron los vecinos no les faltó tema de conversación. «La tuvieron pasados los cuarenta. ¡Qué contentos estaban! Y ahora ni le hablan. No hay quien lo entienda». Otros murmuraban: «Una niña nacida con las malas artes de su madre debe estar embrujada». La noche de los difuntos, Deseada interpretó con su violín Danse macabre, de Saint-Saëns, con tanto dolor que desgarraba el alma. Veinte terroríficas sonrisas de calabaza y cuarenta ojos parpadeantes vigilaban. Las sombras estremecían, los gatos negros merodeaban y los gemidos de los tilos traían el olor que el miedo transpiraba. Al escuchar las doce campanadas, las amigas se deslizaron de sus camas y descalzas afrontaron temerosas la noche con el temor de ser captadas por los espíritus de los muertos que esa noche

El anticuario y la joven Griet

Paisaje de Delf pintado por Vermeer Sentado junto a la ventana de un bar, al otro lado del agua,  disfrutaba de una Heineken cuando la vi asomarse por la buhardilla de la casa de enfrente. Fue un momento mágico. Un tímido rayo de luz que se colaba entre las nubes amenazantes realzaba su osadía. Era hermosa, mucho; con un halo de misterio. El exótico turbante azul ultramar que llevaba  potenciaba la belleza de su rostro. Los labios le brillaban con un toque sensual irresistible. Y qué decir de los destellos que desprendía el pendiente que le colgaba del lóbulo izquierdo… Me dejaron obnubilado, a mí, un hombre pragmático, que nunca ha prestado demasiada atención a los sueños de amor. Giró la cabeza hacia el lado en el que me encontraba y nuestras miradas se encontraron: la mía anhelante de información y la suya tan transparente y seductora que lo ocupó todo. Me atrapó en su inmensa profundidad y se paró el tiempo. Había llegado a Delf, una ciudad a medio camino entre Rotterdam

Crecen en silencio, las niñas

Las niñas susurran entre ellas palabras calladas, y con sus vestidos de niñas miran al infinito donde tejen sueños que crecen de día en día. La madre las observa y calla. Se ríen de manera alborotada y lo contagian todo con su frescura. Cogen a su madre para enseñarle los pasos del baile de moda y como es una patosa se parten de risa e inundan hasta el último rincón de la casa con su jarana y música pachanguera.  Hay momentos en que las risas se tornan lágrimas, que se derraman en un mar de desconsuelo. Amores adolescentes que creían eternos. La madre tiene ganas de estrujar al verdugo causante de tanto desconsuelo; en cambio, le quita hierro al asunto mientras espera que llegue su aliado, el tiempo.  Ya no se ponen los zapatos de tacón de mamá ni se pintan con su barra de labios. Las niñas coquetean con el tiempo. Ahora sacan sus zapatos nuevos, de carmín pintan sus anhelos y no es a mamá a la que ven en el espejo. Aunque ellas aún no lo saben, qué bien comprende la madre lo que sign

Sentimiento de culpa

Imagen de internet Le di una bofetada a mi hija. El que me contestara de tan malas maneras hizo que me encolerizara. Mis dedos habían quedado tatuados enrojeciendo su cara. Me quemaba la mano. Me pesaba en el alma. Rompí el silencio con palabras imprecisas de perdón y arrepentimiento. Quise cobijarla, abrazarla, como cuando era pequeña y que tanto le gustaba. "Déjalo ya, mamá", me dijo con los ojos húmedos sin derramar una lágrima. Lloraba hacia dentro y mi alma de madre se quebró al ver el dolor de la decepción en su mirada. Se dio media vuelta y, se alejó de mí. En mi interior la frustración aullaba. De puntillas y con el corazón encogido me acerqué a su habitación. Escuché un silencio tenso. No me atreví a rozar la puerta, a pedirle: "hablemos", por no enojarla más, por lo mucho que la quiero. Sigo disimulando el dolor que me quema por dentro porque sin ella mi vida ya no es mi vida y empiezo cada mañana con esa esperanza inconformista de que se vuelvan a