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La flor del brezo

«Si el corazón pudiera pensar se pararía» (Fenando Pessoa) RETO: Escribir un microrrelato enmarcado. (Grupo Idazki) Laura y yo nos habíamos conocido en mi ciudad, Aldridge, a la que ella fue un verano para mejorar su inglés. Después de un tiempo, preparábamos muy ilusionados nuestra boda. Mi madre, que iba a ser la madrina, pensó que la flor de brezo no podía faltar. Como buena inglesa vivía en una casa con jardín donde dos veces al año se llenaba de flores el brezal. Y este fue el motivo de discordia entre mi novia y ella.   —Ian — me dijo Laura un tanto irritada—, tu madre quiere que todos los invitados lleven una flor en el ojal. ¡Qué cursilada!   Yo siempre fui un espíritu débil frente al carácter autoritario de mi madre y sufría por ello. Pero algo despertó en mí en aquel momento que dejó atrás al asustadizo Ian y, lejos de encerrarme en un silencio triste como hacía habitualmente, empecé a hablar por mí mismo:   —Cuenta la leyenda que las lágrimas que Malvina derramó, al tener

El ruiseñor enjaulado

 El excéntrico Antxon, a pesar de ser pequeño y feo, tenía labia de conquistador. Se divirtió tentando a la solterona Mabel, una belleza que esperaba su príncipe azul, y lo encontró convertido en sapo, pero con una abultada chequera.   Decía trabajar los fines de semana para reflotar la empresa. Ese sábado, al salir de casa con su aspecto singular y la estúpida barba roja, se giró para contestarle a Mabel un tanto abatido:     —Sí, vuelvo mañana, por supuesto. —Y le lanzó un beso al aire.     Tras el ventanal, ella vio la plaza ajardinada llena de luz y frescor primaveral por la que su hombrecillo se alejaba con ese aire indescriptible del que va ansioso a una cita y no quiere ser pillado. Su actitud exageradamente afectuosa había sembrado en ella las sombras de la sospecha. No le cabía duda de que él era consciente del daño que le infligía y con qué torpeza lo intentaba envolver para quedar como víctima.  Un rumor huraño le fue creciendo por dentro acompañado de un redoble de tambor

Reseña de La librería ambulante

Con La librería ambulante , rodamos por unos lugares y unos tiempos que no son los nuestros, con otros valores y otras prisas. Se desarrolla en la segunda década del siglo XX y la acción discurre por zonas rurales de Estados Unidos. Nos pinta años idílicos en los que la vida pasa lenta y apacible en los campos y lo único que saca de su rutina a los granjeros es la llegada del carromato cargado de libros y el librero charlatán que trata de vendérselos. Nada que ver con La buena gente del campo de Flannery O’Connors (1925-1964). También en sus cuentos hay vendedores ambulantes con sonrisa inocente, pero en ellos el mal siempre está presente y termina ganando.    Sinopsis  Helen y Andrew McGill son una pareja de hermanos adultos que viven en una tranquila granja. Un buen día, un extravagante personaje, Roger Mifflin, se presenta en la puerta de su casa con El Parnaso : un carromato-librería ambulante que tiene en venta, junto con la yegua y el perro. En un arrebato, y para vengarse de su

Siempre estarás conmigo

  Desde mi nacimiento me condenan a esa marginación social donde cualquier intento de superación queda empañado por el desprecio de unos y la indiferencia de todos. Hija de madre retrasada y padre desconocido, algunos parecen disfrutar insultándome. Malas lenguas que resbalan y caen al barro.   Al salir del colegio, entre el jolgorio de los niños, madre me espera. No escucho su risa porque no sabe reír, ni las palabras de acogida que no sabe pronunciar, me bastan sus brazos acogedores para proporcionarme el sosiego que necesito. Entonces, la huelo; es el olor a madre. Esa madre que me presta los ojos con los que aprendo a moverme y me dice que los míos son azul cielo.   —¿Cómo es el color azul, mamá?   —Es la lluvia cuando nos moja el pelo y la cara.   En casa todo está en orden para que yo no me pierda, y cuando madre cierra las contraventanas, es la hora de acostarnos en el único catre que tenemos. Hecha un ovillo junto a su cuerpo tibio, los sonidos de la noche arrullan mi sueño.   

El muñeco de nieve

 Nieva.   La monótona uniformidad de la nieve oculta el áspero trajín de la ciudad. Su verdad queda borrada con la pureza del manto que la cubre. No así los recuerdos que vienen a mostrarme aquel momento del crepúsculo de un día de invierno en mi pueblo.   La nieve nos miraba agazapada desde los cerros como una raposa dispuesta a saltar el corral. Su mensaje de frío nos lo traía el viento. Por la calle nos soplábamos las manos para calentarlas y nuestras bocas parecían chimeneas echando humo. Un día, al levantarnos, descubríamos que se había hecho dueña del pueblo. Caía densa, suave, silenciosa. Nuestros ojos de niños acompasaban su ritmo con una mirada lánguida. A veces, dibujábamos un corazón con un dedo en el vaho de los cristales y algunos copos se salían de la uniformidad para adherirse divertidos al corazón de nuestra ventana. Eran tan encantadores que sentía ganas de atraparlos con la lengua para saborearlos.  No era una nieve pasajera, no; se hacía dura y recalcitrante. Todo lo