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El joven librero

Proyecto Bradbury:  «Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (2) Miró a su mujer como si fuera la primera vez que la veía. Tras un momento de perplejidad, le preguntó titubeando, con desasosiego:   —¿Y tú, quién eres?   —Soy aquella joven apasionada por la pintura. El amarillo era mi color, por eso pintaba girasoles como Van Gogh. La que sentía predilección por los atardeceres otoñales y las puestas de sol sobre el pantano. La que te contaba historias, de noche, cuando tendidos de espaldas contemplábamos el cielo estrellado. Esa que no quería joyas y se puso una luciérnaga de anillo que producía en mi dedo destellos de luz. La que se despertaba a tu lado echa un ovillo porque tenía pesadillas. La adolescente con trenzas que compraba libros a un joven librero que vestía traje azul.   —Vaya —le contestó él—. Ha sido verte y sentir como si lleváramos toda la vida juntos.    «Es cuestión de tiempo que coree mi nombre de nue

Intemperie

Proyecto Bradbury:  «Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (1)  Era un mediodía del mes de agosto. Acompañaba a mi hermana mayor a la botica que estaba en otro pueblo, a cuatro kilómetros. En el camino nos topamos con Perico, el burro del vecino, atado por el ronzal a una piedra. Con cautela nos lo llevamos.   «Móntate. Yo te ayudo», dijo mi hermana. Me lanzó con tanta fuerza que fui a caer al otro lado. «No creo que sea tan difícil. ¡Agárrate a la crin!», insistió. «¡Venga, arriba!» Me agarré fuerte, pero Perico, con un trote desmañado, acabó conmigo en el suelo.   Entonces, con la cabeza gacha y las patas esparrancadas, se negó a dar un paso más. Desesperadas con aquel asno, bajo los ardientes rayos del sol, nuestros pies se arrastraban pesados levantando el polvo del sendero. El campo alrededor, hasta donde la vista nos alcanzaba, se veía encendido de luz, sin una brizna de sombra. En el momento que bajábamos l

Un pueblo para volver

El tiempo de pandemia se ha ido deslizando con desesperante lentitud. Por fin, con la pauta completa de la vacuna, la idea de volver al lugar en el que nací me entusiasmaba a la vez que sentía nervios. Siempre produce impresión el encontrarte con personas a las que no has visto desde hace mucho tiempo.   El pueblo es como uno de esos barcos amarrados entre suaves lomas, con esa luz especial que tanto añoramos los que vivimos en el norte del país. En compañía de Ana Mary, el hilo que me mantiene apegada a mis orígenes, recorremos el amplio y solitario paseo sombreado con plátanos y nos metemos en las viejas calles de la infancia. Mi vista las transita libremente confrontando recuerdos con la impresión de que la vida discurre como siempre, inalterada. La brisa nos trae aromas de plantas aromáticas y escuchamos el canto del hermoso pavo real en un jardín antes de pasar por la casa de los pájaros. De repente, algunos cambios me conectan con la modernidad del momento. Llamo modernidad a l

Cómo aprendí a andar en bici

En días de tiempo sin tiempo por la pandemia, recojo la alegría y el bullicio de otros momentos inmensos. Son bonitos recuerdos de una época que dibuja sonrisas, mientras tejíamos sueños. Yo era una niña y, en aquella sociedad rural a la que pertenecía, se esperaba que me comportase como tal con mis zapatitos nuevos y vestido de domingo. ¿De dónde me venía la fuerza para saltarme las normas con el riesgo de acarrear consecuencias? Era así, rebelde sin causa y no me arrepiento. No eran hazañas que quedaran reseñadas en las crónicas del pueblo. De todas formas, me encanta esa niña traviesa de siete años, sin ella no hubiera llegado a la mujer que soy hoy.    Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y melancolía mi primer paseo en bici. Era un día de verano muy soleado. Mi primo, tres años mayor que yo, la había dejado junto a la última casa del pueblo. Era nueva, de color rojo y sin la barra que diferenciaba la de chico. Seguramente no la quería acercar al pilón para que no se la manch

No me ocurre nada

El pequeño David clava los ojos en el techo con desasosiego. Cada vez soporta menos estas broncas constantes que le llegan por las noches de la habitación de sus padres. Sabe que están nerviosos y cuando la gente está nerviosa grita y dice cosas raras. Cosas que a él le producen angustia.   El espejo de su cuarto le devuelve la imagen de un niño pálido, asustado. Con los dedos se pellizca las mejillas, pero no consigue enrojecerlas. Está cabreado con sus padres, también consigo mismo. Para ellos es un cero a la izquierda. Él se siente una mierda. Porque si fuera valiente subiría y les diría cuatro cosas bien dichas. Para que aprendiesen. Pero sigue apalancado al lado de su cama, mirando al techo, como si pudiera traspasarlo y atisbar lo que sucede arriba. Con lo que escucha hace su composición del lugar. Ahora, llevan unos minutos en silencio.    Mamá empieza, otra vez, con su voz compungida, y acusatoria: «Revolviendo en mi armario he encontrado una caja con las notas que me dejaba