La calle solitaria y tranquila invita a pasear. A ambos lados, en los bares, racimos apiñados de gente diversa miran hipnotizados un punto luminoso y palpitante por el que corren los profesionales del balón.
Una voz masculina, modulada y suave, a veces; otras, exaltada, me acompaña a lo largo de la calle. Por mucho que yo avance, siempre está ahí, siguiéndome. Por momentos siento cómo se adelanta unos metros para recibirme y envolverme en su entorno sagrado.
De repente, un grito de jauría unánime, vocerío atronador, desgarro del alma.
Cuando se da un gran acontecimiento de estos como es un mundial de fútbol, te enteras sin poder evitarlo porque como todos los grandes actos tiene un ritual: días antes empiezan a calentar motores, prensa, radio y televisión, al unísono nos bombardean el acontecimiento y después está radio macuto, no se habla de otra cosa. Todo se prepara para la gran final, el gran acontecimiento, con sus ritos, sus normas, sus colores. Como si de una lucha de gladiadores se tratase, hay que vencer o morir.
Esto me lleva a la infancia, la espera de las grandes fiestas, la misa de doce y la ropa nueva. La luz que impregnaba el ambiente parecía emanar de las propias personas, más alegres y joviales esos días, completamente envueltos en la esencia festivalera que cambiaba la vida gris, rutinaria y monótona de cada día. Aunque entonces nadie se jugaba nada y la tensión nerviosa no afloraba como ahora.
El ser humano necesita de rituales con los que romper la fatigosa monotonía de su vida diaria, si unos ya no le sirven, pues inventa otros. Empuja mentalmente a los suyos, sufre y se alegra con ellos y si sus colores ganan, la alegría no hay quien la pare, traspasa los límites de la afición e inunda todos los campos de la vida, hasta a los incrédulos nos llega esa ola de euforia que todo lo envuelve y nos alegra; pero si pierden, hay si pierden…
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