Era uno de esos días, en una playa del norte, en los que el dorado de la arena se alía con el verde que colorea el paisaje y el azul del mar, para celebrar un bello conjuro.
Estaba nadando plácidamente cuando por un presentimiento levanté la vista y efectivamente mis pupilas se encontraron con las tuyas. Nadabas hacia mí y te zambulliste para llegar antes. A velocidad no tenía nada que hacer, me ganabas siempre. Hice un giro para cambiar la dirección que fue un quiebro un tanto brusco para no chocarme con una señora maquillada que nadaba muy rígida con el cuello estirado para mantener la cabeza fuera del agua. Inmediatamente, a mi espalda, oí el revoloteo del agua. Alguien estaba recibiendo la sorpresa que me tenías reservada. La ahogadilla que me mantiene sumergida la cabeza hasta llegar al límite. Según tú es tan solo una broma y te ríes de mis miedos cuando se lo cuentas a todos. Mamá te mira con admiración y nos dice que estamos en buenas manos, porque es una suerte pasar las vacaciones con el médico de la familia.
La señora, con el rímel corrido y el recogido del pelo chorreando, sacó la cabeza del agua. Enfurecida te insultaba, sí; pero también creí intuir una mezcla de halago en medio de tanto enfado al ver que eras un hombre muy guapo. «¡Pero si es un hombre! ¡Sinvergüenza! ¡Me ha mordido el muslo! ¡Es que ya no podemos estar tranquilas ni en el mar!»
Un corro de personas se acercó para ver lo que pasaba. Sin mirar atrás, pude imaginar tu expresión avergonzada cuando con un hilo de voz acertaste a decir: «Perdóneme, señora, perdóneme»
Me alejé sintiendo la caricia del sol en la espalda y la brisa del mar suave y fresca que salpicaba de espuma mis pies. Olía a algas. Disfrutaba de felicidad porque me había librado de tu asqueroso aliento cuando al sacarme en brazos del agua dices que tienes que hacerme la respiración boca a boca para salvarme. Mientras, una de tus manos se desliza hasta mi entrepierna donde los dedos hurgan a ritmo de tu respiración agitada.
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