“Al instante se propagó la trágica noticia del desastre y las primeras autoridades de la provincia se personaron en Villamediana […] El Sr. Obispo de la Diócesis D. Enrique Almaraz y Santos, que en el mismo día primero había salido para Asturias, comunicó por medio de una sentida carta la amargura de que se hallaba poseído por tan grande calamidad […] Se abrió una suscripción nacional y toda la prensa hizo un llamamiento para allegar recursos”
(D. Valentín Alonso en el Libro de Difuntos nº 7 de la Parroquia)
¿Llegó esa ayuda? La conflictividad social en el país era un hecho generalizado con el lema de “Trabajo y Pan”. Toda España se enfrentaba esos días a la subida del precio del trigo y al hambre. Además, la recaudación de impuestos especiales para mantener la guerra de Cuba —El Gobierno envió ese año a la isla 200.000 hombres en armas— gravaba sobre todo a las clases más bajas. No era posible que saliera una ayuda de donde no había.
Fue el 18 de agosto de 1898 cuando el Obispo Sr. Enrique Almaraz y Santos, una vez que regresó de su estancia por tierras asturianas, se acercó a Villamediana para celebrar solemnes funerales por todas las víctimas de la inundación. Ese día el sol suavizaba su calor, se suspendieron los trabajos y el pueblo entero se organizó para hacer los honores a tan ilustre huésped. En todas las casas se volcaron en la preparación de la visita y con curiosidad salieron a recibir a una de las personalidades más importantes de la provincia. Desde muy temprano ya estaban colocando los detalles que embellecieron al pueblo: balcones y ventanas engalanados con colchas de coloridos bordados, arcos de romero para marcar la ruta y niños bulliciosos ante tanta expectación agitando banderines. El pueblo olía a horno de leña en el que se preparaba el pan crujiente, el asado de lechazo y los mantecados y magdalenas para agasajar a los recién llegados. En cuanto la comitiva asomó por el soto empezaron a repicar las campanas de la iglesia. Apareció un elegante carruaje tirado por caballos desde el que saludaba una mano con un gran anillo que producía destellos al mirar y tras ella, un hombre con aspecto bonachón los sonreía, llevaba solideo morado y lucía una gran cruz de plata y piedras preciosas sobre el pecho. Otros eclesiásticos que formaban su séquito personal, lo acompañaban. Cuando llegaron a la escalinata de la iglesia donde los esperaban las autoridades, le besaron el anillo a la vez que hacían una genuflexión.
Precedidos por los danzantes, que acompañándose de castañuelas seguían los pasos a ritmo de pito y tambor, subieron hasta la monumental puerta de la iglesia y todos en procesión se adentraron en el templo. La maravillosa acústica transmitía los sonidos del órgano que interpretaba la música sacra reforzando la solemnidad de los ritos sagrados. Las mujeres, con la cabeza cubierta por el velo negro se iban situando en la parte derecha y los hombres, con trajes oscuros y la cabeza descubierta, en la izquierda, y no faltó quien se situó en la parte trasera muy cerca de la puerta.
La liturgia fue espectacular, como sólo la iglesia sabe hacerlo, presidiendo, la mitra; en su entorno capas que se plegaban y balancean y voces varoniles cantando la misa de réquiem que resonaban en las bóvedas de crucería y se trasmitían por los arcos ojivales. En otro nivel, oculto a los ojos de los de fuera, latía un sentimiento de pueblo que había sido capaz de aparcar sus diferencias para afrontar la desgracia con solidaridad humana, vínculos emocionales que solo percibían los que lo compartían y que les reforzaba su sentido de pertenencia.
El Ilmo. Prelado les dejó “a la vez que la limosna material, provechosas enseñanzas, saludables consejos para que se decidiesen a vivir conformes a la Ley de Dios y quedasen agradecidos porque no sucumbieran como otros infelices a la terrible catástrofe del 1º de Agosto”
En un acto de agradecimiento, el pueblo se comprometió a poner el nombre del obispo a una de las calles más importantes.
Como los nombres de las calles de un pueblo son testigos de su historia, rastreando esta placa me ha sido fácil encontrar el hilo que me ha llevado a esta apasionante historia.
© María Pilar
Fue el 18 de agosto de 1898 cuando el Obispo Sr. Enrique Almaraz y Santos, una vez que regresó de su estancia por tierras asturianas, se acercó a Villamediana para celebrar solemnes funerales por todas las víctimas de la inundación. Ese día el sol suavizaba su calor, se suspendieron los trabajos y el pueblo entero se organizó para hacer los honores a tan ilustre huésped. En todas las casas se volcaron en la preparación de la visita y con curiosidad salieron a recibir a una de las personalidades más importantes de la provincia. Desde muy temprano ya estaban colocando los detalles que embellecieron al pueblo: balcones y ventanas engalanados con colchas de coloridos bordados, arcos de romero para marcar la ruta y niños bulliciosos ante tanta expectación agitando banderines. El pueblo olía a horno de leña en el que se preparaba el pan crujiente, el asado de lechazo y los mantecados y magdalenas para agasajar a los recién llegados. En cuanto la comitiva asomó por el soto empezaron a repicar las campanas de la iglesia. Apareció un elegante carruaje tirado por caballos desde el que saludaba una mano con un gran anillo que producía destellos al mirar y tras ella, un hombre con aspecto bonachón los sonreía, llevaba solideo morado y lucía una gran cruz de plata y piedras preciosas sobre el pecho. Otros eclesiásticos que formaban su séquito personal, lo acompañaban. Cuando llegaron a la escalinata de la iglesia donde los esperaban las autoridades, le besaron el anillo a la vez que hacían una genuflexión.
Precedidos por los danzantes, que acompañándose de castañuelas seguían los pasos a ritmo de pito y tambor, subieron hasta la monumental puerta de la iglesia y todos en procesión se adentraron en el templo. La maravillosa acústica transmitía los sonidos del órgano que interpretaba la música sacra reforzando la solemnidad de los ritos sagrados. Las mujeres, con la cabeza cubierta por el velo negro se iban situando en la parte derecha y los hombres, con trajes oscuros y la cabeza descubierta, en la izquierda, y no faltó quien se situó en la parte trasera muy cerca de la puerta.
La liturgia fue espectacular, como sólo la iglesia sabe hacerlo, presidiendo, la mitra; en su entorno capas que se plegaban y balancean y voces varoniles cantando la misa de réquiem que resonaban en las bóvedas de crucería y se trasmitían por los arcos ojivales. En otro nivel, oculto a los ojos de los de fuera, latía un sentimiento de pueblo que había sido capaz de aparcar sus diferencias para afrontar la desgracia con solidaridad humana, vínculos emocionales que solo percibían los que lo compartían y que les reforzaba su sentido de pertenencia.
El Ilmo. Prelado les dejó “a la vez que la limosna material, provechosas enseñanzas, saludables consejos para que se decidiesen a vivir conformes a la Ley de Dios y quedasen agradecidos porque no sucumbieran como otros infelices a la terrible catástrofe del 1º de Agosto”
En un acto de agradecimiento, el pueblo se comprometió a poner el nombre del obispo a una de las calles más importantes.
Como los nombres de las calles de un pueblo son testigos de su historia, rastreando esta placa me ha sido fácil encontrar el hilo que me ha llevado a esta apasionante historia.
© María Pilar
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