de Almoharín |
"No tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un marco. Una. Las demás hay que olvidarlas." (García Lorca)
Cuando leía este texto en la enciclopedia de primaria, admiraba a Lorca; lo admiraba y lo envidiaba. Él tenía su estrella.
Yo también sabía que en mi cachito de cielo había muchas estrellas y una brillaba más que las otras y titilaba como si me hablase, pero agachaba la cabeza porque no me atrevía a contemplarla. Me parecía que la noche nunca dormía y siempre había algo que se movía en su oscuridad: ojos que me observaban o manos que se alargaban para atraparme
El mayor monstruo para mí era la enorme luna de octubre. Y me acuerdo que era octubre por coincidir con mi cumpleaños. La luna carirredonda clareaba la higuera que estaba enfrente de mi casa, se colaba por la ventana de mi habitación y proyectaba las ramas en la pared del fondo.
La primera vez que descubrí ese resplandor emergiendo de la pared, no sé los años que tenía. Lo que sé es que era lo suficientemente pequeña como para relacionarlo con la luna. La misteriosa silueta de una rama que temblaba en un cuadro de luz y se difuminaba en las tinieblas, parecía un tentáculo con vida propia. El miedo me sobrecogía y detestaba subir a la habitación. Mamá siempre decía que yo nunca tenía sueño y aprendí a contestarle con sus propias palabras: “Es que no tengo sueño”.
La luz, que se filtraba por las rendijas de la puerta cerrada, me confirmaba que el monstruo estaba dentro. Abría la puerta despacio y me quedaba parada bajo el dintel. Lo percibía por el rabillo del ojo, a mi derecha. Me acosaba, me achicaba. La habitación permanecía en silencio, pero yo bien sabía que las mesillas, la cama y demás elementos estaban expectantes. El primer cajón de la cómoda aparecía ligeramente abierto como si algo de su interior luchase por salir. Era tan inquietante y me creaba tanta angustia que temblaba como una hoja.
Cuando por fin, somnolienta y vencida, me atrevía a cruzar la distancia entre la puerta y la cama, corría que me las pelaba. Me metía en la cama vestida y me tapaba hasta la cabeza porque sabía que no estaba sola, que en la penumbra, el resplandor me vigilaba.
© María Pilar
Cuando leía este texto en la enciclopedia de primaria, admiraba a Lorca; lo admiraba y lo envidiaba. Él tenía su estrella.
Yo también sabía que en mi cachito de cielo había muchas estrellas y una brillaba más que las otras y titilaba como si me hablase, pero agachaba la cabeza porque no me atrevía a contemplarla. Me parecía que la noche nunca dormía y siempre había algo que se movía en su oscuridad: ojos que me observaban o manos que se alargaban para atraparme
El mayor monstruo para mí era la enorme luna de octubre. Y me acuerdo que era octubre por coincidir con mi cumpleaños. La luna carirredonda clareaba la higuera que estaba enfrente de mi casa, se colaba por la ventana de mi habitación y proyectaba las ramas en la pared del fondo.
La primera vez que descubrí ese resplandor emergiendo de la pared, no sé los años que tenía. Lo que sé es que era lo suficientemente pequeña como para relacionarlo con la luna. La misteriosa silueta de una rama que temblaba en un cuadro de luz y se difuminaba en las tinieblas, parecía un tentáculo con vida propia. El miedo me sobrecogía y detestaba subir a la habitación. Mamá siempre decía que yo nunca tenía sueño y aprendí a contestarle con sus propias palabras: “Es que no tengo sueño”.
La luz, que se filtraba por las rendijas de la puerta cerrada, me confirmaba que el monstruo estaba dentro. Abría la puerta despacio y me quedaba parada bajo el dintel. Lo percibía por el rabillo del ojo, a mi derecha. Me acosaba, me achicaba. La habitación permanecía en silencio, pero yo bien sabía que las mesillas, la cama y demás elementos estaban expectantes. El primer cajón de la cómoda aparecía ligeramente abierto como si algo de su interior luchase por salir. Era tan inquietante y me creaba tanta angustia que temblaba como una hoja.
Cuando por fin, somnolienta y vencida, me atrevía a cruzar la distancia entre la puerta y la cama, corría que me las pelaba. Me metía en la cama vestida y me tapaba hasta la cabeza porque sabía que no estaba sola, que en la penumbra, el resplandor me vigilaba.
© María Pilar
Hombre pues así resulta jodido dormir; yo creo que de niños al imaginarnos tantas cosas, a la mayoría nos ha sucedido. Y de hecho algunos seguimos sin dormir; ni de niños, ni de viejos, jajaja.
ResponderEliminarBesos María Pilar,
Por lo que veo ya somos dos peleando con el sueño, las noches y sus misterios.
ResponderEliminarBesos, Rafa.
Que bonita entrada María Pilar. No se si el temos a esas sombras es muy común estre los niñ@s fruto quizás de su imaginación desbordada, imagino que causa una enorme sensación de desorientación que genera mucha ansiedad. En todo caso lo has relatado con una enorme sensibilidad. Te felicito!
ResponderEliminarGracias por dejarme tan entrañable comentario y por pasarte por mi blog y leer lo que escribo. Aquí tienes tu casa.
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