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El prestidigitador

Con más años vividos que los que le quedaban por vivir, los misterios se le desvelaron .
Al principio, Nerea no entendía nada. ¿Qué hacía ella en el camerino del gran ilusionista Cardini en el Madison Square Garden? ¿Y las joyas? Lo del viaje a Nueva York fue cosa de su hijo Aitor. ¡Cómo se arrepentía!
Fijó su vista en la puerta en ademán de espera. Al verlo entrar, ya sin maquillaje tuvo que ahogar un grito. Llevó las manos a la cabeza como si no pudiera creerlo. Pronto se rehízo y lo asaeteó a preguntas.
Él hablaba amontonando las palabras como si temiera ser rechazado.

—Al verte sentada en las gradas del pabellón he experimentado tal sacudida que me habría abalanzado para atraparte. En los metros que nos separaban estaban todos los kilómetros recorridos durante estos años. Me pareció que el tiempo daba marcha atrás. Tenía que retenerte. Por eso el truco de hacer desaparecer tus joyas. Aquí están, en mi maletín, como entonces. "Esmeraldas con brillantes", decían los periódicos del día después al robo. "Una banda organizada del este, muy peligrosa". Yo solito di el golpe con la habilidad de mis dedos. Te lo merecías todo. Te dije que era una herencia de una tía abuela viuda de un marino mercante. Perdóname. Las imágenes del periódico me obligaron a huir. Porque, ¿Qué pasaría cuando las lucieras cuando todo el mundo las conocía por la prensa? Me fui con el corazón oprimido y este tatuaje en el brazo. Mira, —se subió la manga de la camisa de seda— Nerea. Lo repetía cada noche antes de dormirme. Contigo se me hacían menos solitarios los lugares que visitaba. Siempre huyendo, siempre alejándome. 

—Juegas con artes de prestidigitador con los sentimientos. Difícil no sucumbir. El abismo de los años me ha acorazado el cerebro y el corazón. Agur, Aitor. —Cuando salía, se giró— ¡Ah! Tienes un hijo. Se te parece.

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