A pesar de mi timidez, no pasaba desapercibido, al menos no tanto como me hubiera gustado. En el colegio dijeron que lo mío se llamaba dislexia. No era buen estudiante. Demasiado lento. Para hacer algo bien tenía que emplear mucho más tiempo que los demás. En consecuencia, fui un chico perdido en los estudios y me convertí en un muchacho problemático.
Los compañeros me llamaban el Jumeras, por la cogorza que cogí en los carnavales cuando tenía doce años. La chivata de Teresa, cuya cojera era también centro burlas, quiso hacer méritos a mi costa y corrió la voz de que me había visto en el desfile a la altura de la cafetería Río. Allí me rodearon. Eran los cuatro matones de la clase. Se me acercaron riéndose a carcajadas, empezaron a darme empellones y me arrastraron tras las columnas de la Plaza Nueva. Sentí el impulso de abrirme un hueco y escapar. Forcejeé. Pero mientras unos me sujetaban, otros me tiraban del pelo para que mantuviera la cabeza hacia atrás y tragara a borbollones el calimocho que me volcaban en la boca. La garganta empezó a tensárseme y me agarrotaba el cuello. No podía tragar. Me faltaba el aire. Me ahogaba. Llorar habría sido una señal de derrota aún mayor. Cerré los ojos con fuerza e intenté ingerir aquel brebaje.
Mi madre, desconsolada, al ver el estado en el que llegué a casa quiso saber lo que había ocurrido. La vida había empezado a exigirme mentiras para poder vivirla, pero con ella era diferente. Mi silencio la exasperó. Desesperada porque no podía controlarme colgó una raíz de mandrágora en mi cama para que me sanase sin necesidad de pasar por un psiquiátrico.
En la adolescencia, la soledad avivó mi pasión por la papiroflexia. Me gustaban mis barquitos de papel con los que me veía navegando por anchos mares. Cuando iba a la tienda del chino del barrio a comprar papel para mis barcos veía a la hija del dueño al fondo en un cuarto con la puerta semiabierta, estaba concentrada en su móvil. Un día levantó la cabeza y se giró para mirarme de frente, sonrió con dulzura. Mientras construía barcos fantaseaba que éramos amigos y que venía a verme.
Mi tío me contrató en la empresa familiar, comprobé que allí no había ni un solo papel; ordenadores, sí, muchos. Sentado ante el mío, solo veía las espaldas de los otros administrativos mientras en el aire permanecía el sonido persistente de los teclados que trabajaban al servicio de la empresa de mi tío, me asfixiaba. ¡Cómo añoraba un barco para poder sortear aquel naufragio!
Atraído por la belleza de la flor del rododendro que, entre árboles mucho más altos, se desplegaba tras la ventana de manera espectacular; después de darle muchas vueltas, tomé la decisión de meter un barco camuflado en la oficina. Lo guardé en el primer cajón de la mesa de trabajo. Al abrirlo olía a mar y escuchaba el romper del oleaje en los acantilados.
Los compañeros me llamaban el Jumeras, por la cogorza que cogí en los carnavales cuando tenía doce años. La chivata de Teresa, cuya cojera era también centro burlas, quiso hacer méritos a mi costa y corrió la voz de que me había visto en el desfile a la altura de la cafetería Río. Allí me rodearon. Eran los cuatro matones de la clase. Se me acercaron riéndose a carcajadas, empezaron a darme empellones y me arrastraron tras las columnas de la Plaza Nueva. Sentí el impulso de abrirme un hueco y escapar. Forcejeé. Pero mientras unos me sujetaban, otros me tiraban del pelo para que mantuviera la cabeza hacia atrás y tragara a borbollones el calimocho que me volcaban en la boca. La garganta empezó a tensárseme y me agarrotaba el cuello. No podía tragar. Me faltaba el aire. Me ahogaba. Llorar habría sido una señal de derrota aún mayor. Cerré los ojos con fuerza e intenté ingerir aquel brebaje.
Mi madre, desconsolada, al ver el estado en el que llegué a casa quiso saber lo que había ocurrido. La vida había empezado a exigirme mentiras para poder vivirla, pero con ella era diferente. Mi silencio la exasperó. Desesperada porque no podía controlarme colgó una raíz de mandrágora en mi cama para que me sanase sin necesidad de pasar por un psiquiátrico.
En la adolescencia, la soledad avivó mi pasión por la papiroflexia. Me gustaban mis barquitos de papel con los que me veía navegando por anchos mares. Cuando iba a la tienda del chino del barrio a comprar papel para mis barcos veía a la hija del dueño al fondo en un cuarto con la puerta semiabierta, estaba concentrada en su móvil. Un día levantó la cabeza y se giró para mirarme de frente, sonrió con dulzura. Mientras construía barcos fantaseaba que éramos amigos y que venía a verme.
Mi tío me contrató en la empresa familiar, comprobé que allí no había ni un solo papel; ordenadores, sí, muchos. Sentado ante el mío, solo veía las espaldas de los otros administrativos mientras en el aire permanecía el sonido persistente de los teclados que trabajaban al servicio de la empresa de mi tío, me asfixiaba. ¡Cómo añoraba un barco para poder sortear aquel naufragio!
Atraído por la belleza de la flor del rododendro que, entre árboles mucho más altos, se desplegaba tras la ventana de manera espectacular; después de darle muchas vueltas, tomé la decisión de meter un barco camuflado en la oficina. Lo guardé en el primer cajón de la mesa de trabajo. Al abrirlo olía a mar y escuchaba el romper del oleaje en los acantilados.
Un relato hermoso y muy triste, tal cual es en la realidad de tantos niños y adolescentes.
ResponderEliminarMe encantó cómo presentaste al personaje.
Besos, María Pilar.
Qué bonito mensaje me dejas, Mirella. De alguien tan buena escritora como tú, es digno de agradecer.
EliminarMe ha alegrado un montón verte por aquí.
Un abrazo inmenso.
Muy bueno, siempre sorteas los pasos descriptivos con sencillez, a mi el final me gusta, ya se que es triste, pero ha encontrado el modo de hacer lo que le gusta y todos tenemos ese derecho. Un abrazo
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado ese final, Ester. Me lo pensé mucho porque creo que hay experiencias negativas que marcan de por vida como es el caso de bullying escolar del protagonista. Le abrí una puerta al poder de la imaginación que hace posible avanzar y crea ilusión.
EliminarInmenso abrazo.
Un relato que vibra,abrazos.
ResponderEliminarLo corto y bueno dos veces bueno. Así es tu comentario, Fiaris. Un relato que vibra es un relato que respira, que late... ¡Qué hermoso!
EliminarAbrazos.
Muy difícil sortear toda esa serie de experiencias, hasta que decidió sortear los mares desde el cajón del escritorio, inspirado por la bella flor.
ResponderEliminarUn abrazo.
La imaginación da alas esperemos que mi protagonista llegue a levantar el vuelo.
EliminarCariñoso abrazo, Sara.
Me ha encantado. Bss
ResponderEliminarGracias, Katy.
EliminarBesos.
¡Muy bueno Pilar!
ResponderEliminarA veces uno necesita fabricarse sus propios mundos para ser feliz.
mariarosa
Qué sería de nuestras vidas sin el poder de la imaginación. Una alegría siempre verte por aquí, te lo agradezco un montón.
EliminarQué bien contado en el relato el problema del acoso escolar, tan frecuente y tan poco comprendido y perseguido. Qué malnacidos pueden llegar a ser los niños.
ResponderEliminarUn abrazo.
Sí, estoy contigo porque la realidad supera a la ficción.
EliminarBesos, Chema.
Uy a veces la imaginación puede salvarte de los peores tormentos
ResponderEliminarQué razón tienes, Citu. Besos, preciosa.
EliminarExcelente relato. Es muy triste la soledad del maltratado,
ResponderEliminarpero tu personaje encontró un cajón para mantener su locus amaenus
presente.
Qué nombre tan culto le has puesto a ese rinconcito idealizado de seguridad y tranquilidad. Me ha encantado leerlo. Siempre digo que los relatos se van complementando con las aportaciones de los lectores y tu aportación es una muestra de ello.
EliminarBesos, preciosa.
Un rododendro para escapar del país de los orcos y los estultos. ¡A soñar!
ResponderEliminarBesos, María Pilar.
Cualquier momento es bueno para atreverse a soñar , son los sueños y sus acciones en consecuencia, los que nos dan alas para llegar lejos. Quien sabe si mi proagonista no se verá un día surcando realmente esos mares de sus sueños.
EliminarGracias por pasarte por aquí. Besos