Cuando le cree dormido se desliza de la cama. Una madera cruje levemente bajo sus pies descalzos. En la penumbra adorna su imagen con las joyas que tintinean. Se toma su tiempo, un tiempo que ya solo tiene para su adicción. Sale de la habitación con los zapatos de tacón en la mano. El ascensor se para en el bajo. Encara la noche con su melena al viento al encuentro de su suerte.
Su aroma lo envuelve a él como las sábanas de ese cuarto en el que permanece. Palpa el lado abandonado de la cama aún caliente para convencerse de que no está soñando. «Un amante, seguro que tiene un amante.» Y llora en silencio su cobardía.
Mientras, ella entra en un casino envuelta entre haces de luces y promesas de fortuna. Sentada en torno a la ruleta, parece fascinada con el rodar de la bolita en juego. En ella ha depositado su última esperanza en una sola apuesta. El croupier canta un número y la raqueta se lleva sus joyas. Una furia rabiosa brota de su garganta: « ¡Maldición!», y golpea con saña la mesa.
Se levanta arrastrando el peso de su fracaso. Se sabe ludópata y se siente culpable por ello.
Un señor muy amable, elegantemente vestido, le ofrece sus fichas a cambio de algo. Supone que quiere sexo y acepta. Recupera lo perdido y duplica la cifra. El sueño de tantas noches se hace realidad. La sensación es tan placentera que imagina empezar una vida nueva.
—Tienes que traer al importante de tu marido al casino, una foto robada, no tiene por qué saberlo. —le dice el señor ya no tan amable.
—A él, no lo metas en esto.
—Es tu parte del trato —le contesta arrastrando cada palabra entre los dientes.
—¡No!—le gritó forcejeando para librarse de él.
A la mañana siguiente, el servicio de limpieza la encontraría estrangulada en el baño.
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