El paseo por el sendero que los llevaba al Valle Abajo estaba solitario. La quietud de la tarde se extendía por los rastrojos donde las pajas brillaban doradas por la cálida luz del sol. Los muchachos se dirigían a la Casa de Arena que ya conocían de otras veces, todos menos ella, Andrea, la hermana más pequeña, los acompañaba por primera vez.
En una loma de arenisca se abría una enorme y oscura boca ojival que bien pudo ser el precedente de las catedrales góticas. Era la entrada de la casa. Los muchachos corrieron a perderse en las sombras de su interior. ¿Qué peligros escondía la enorme boca negra de esa cueva? Andrea notó algo en el aire que la paralizó antes de entrar. Se quedó inmóvil atrapada por el hechizo. El sol del atardecer confería a la casa un aspecto mágico. Su misterio se dulcificaba y parecía sonreír. La habitaban formas sin rostro que iban de un lado para otro dejando, tras de sí, una sinfonía de palabras. Eran las voces de los contadores de historias más antiguos del lugar. Allí, sentados en el suelo en torno a una hoguera, los hombres y mujeres del pueblo los escuchaban absortos y contagiados por las palabras dejaban volar la imaginación que, por momentos, los sacaba de su precaria existencia. Después, en los hogares no se hablaba de otra cosa. Los niños, mientras jugaban en el suelo, escuchaban aquellas historias en las que tanto interés ponían los mayores y las iban incorporando a la memoria.
De repente, Andrea vio una extraña figura que se dirigía a la casa. Debía conocer muy bien la zona porque andaba campo a través por unas tierras cultivadas tan resecas que ni levantaban polvo al pisarlas. Cubría su cabeza un viejo sombrero de paja del que salían unas guedejas blancas quemadas por el sol. Muy alto y con la delgadez propia de un anciano, llevaba sobre los hombros una larga capa de paño oscuro. Súbitamente, sus ojos pequeños y brillantes se posaron en Andrea y la apresaron a la espera de que salieran de sus labios algunas de aquellas historias que con tanta ilusión contaba a los pequeños. La niña, tímida, se encogió de hombros. El silencio que se estableció entre los dos, aunque fuera solo un instante, a ella le pareció una eternidad. Cuando empezaba a abrir la boca para hablar, el caminante se había mimetizado con la tierra, había desaparecido.
Andrea, de cuando en cuando, volvía la cabeza buscándolo. Quizás fueran solo todas aquellas imágenes que llenaban su imaginación, como le decía mamá. Pero no. Esta vez no. Estaba segura de que sentía la presencia de alguien al que no veía. Era un abuelo, nada más que un abuelo de más de cien años. Pero en su fuero interior comprendía que era un mago, un espíritu inspirador que le animaba a escribir historias en la tierra seca y el viento se encargaría de esparcirlas a través de los confines del tiempo.
De esta manera, la niña conoció al mago o al loco que había construido aquella casa sin puertas ni ventanas para dar cabida a todos los que quisieran entrar a compartir sueños. Un lugar donde la imaginación volaba libre y esa era la luz que iluminaba toda la casa. Y quiso unirse a ellos, ser como ellos. Aprender a pensar con las palabras para llenar de luz las sombras de la página en blanco.
Aquí no hay peligro de quedarse seco ante el famoso síndrome, das pistas formas personajes y lugares para dejar correr la imaginación.
ResponderEliminarBesos.
Gracias, Alfred.
EliminarUn abrazo!
Una casa preciosa, una casa para todos y que alberga sueños y emociones, suspiros y alegrías. Una casa que nace en ti, que tu la has creado con tu imaginación y la has escrito magistralmente. Abrazucos
ResponderEliminarGracias, Ester.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo!
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBienvenida! Gracias por tus palabras. Un fuerte abrazo.
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