En invierno las temperaturas se desplomaban. Los parroquianos, con gorros de lana, botas y bufandas en lugar de txapelas y alpargatas, buscaban el calor en la popular fonda El Mentirón. Aitor, el tabernero, les llenaba los vasos, no sin poner una raya en el mostrador al que no pagaba. Como nadie se quitaba la zamarra, había un tufo a sudor humano que echaba para atrás, mezclado con el del vino tinto de las barricas que, al derramarse de las espitas, se filtraba en el entablado del piso. En una esquina de la barra, estaba apoltronado Martín, el zapatero. Tenía su taller en un bajo de la calle Zapatería, no recibía el sol más que por el estrecho espacio que separaba las casas de un lado con las del otro. Los niños, al salir del colegio de Santa María, siempre corrían hacia su casa para gritarle: ¡Zapatero remendooón! Y él, encorvado, con un genio de mil demonios, salía tras los chiquillos que volaban en una bandada de pájaros gritones. Tampoco faltaba Julen, el herrero, con las cejas chamuscadas; en sus manazas el vaso de vino temblaba. Junto a él, Sergio, el pintor de brocha gorda, con el mapa de La Rioja en la cara. Los vapores del alcohol le hacían parlanchín. Mientras mantenía el vaso de vino con una mano temblorosa, hablaba con groseras alusiones de mujeres que decía conocer bien y era celebrado con risotadas por los demás. Allí, junto al vino, corrían los chismes y cotilleos de la ciudad.
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